Hace ya un par de décadas que nos dejó Adolfo Marsillach (el 21 de enero de 2002). No se fue muy contento que digamos. Su hija Blanca recuerda que de vez en cuando definía la vida de manera lapidaria. “Decía que era una estafa”. Aunque, eso sí, le sacó mucho provecho. Fueron muchos los éxitos y los logros cosechados. Pero también sufrió sinsabores a discreción. Más allá de sus cuitas sentimentales, ricas y variadas, como queda constancia en sus memorias, el teatro fue acaso la fuente más copiosa de frustraciones. En su última etapa, se sentía contrariado. Consideraba que no se había valorado lo suficiente todo lo que había entregado al sector en las múltiples facetas en las que se desenvolvió: como autor, como gestor, como director, como actor (televisivo, cinematográfico y teatral) y como ocasional adaptador. Ahí es nada. Una visión de 360º de lo que es hacer teatro en España. Que es casi como investigar. O sea, llorar y llorar.
A pesar de la escasa gratitud de la que se sentía víctima, paradójicamente, era el teatro lo que a su vez más vivo le mantenía. “No dejó nunca de pensar proyectos, hasta el final. Lo suyo era pasión por este oficio”, explica a El Cultural Blanca Marsillach, justo antes de encerrarse con Miguel Rellán para ensayar Una noche con los clásicos, que ha armado, con Mario Gas como maestro de ceremonias, como homenaje a su progenitor. El montaje, que podrá verse a partir de este miércoles en el Teatro Infanta Isabel, lo confeccionó su padre, ensartando versos de autores como Góngora, Lope, Gil Vicente, San Juan de la Cruz, Sor Juana Inés de la Cruz, Calderón, Garcilaso de la Vega o Gil Vicente…
La velada es una propuesta sencilla. Marsillach los ensambló sin introducir entre medias comentarios o parlamentos propios. Simplemente, comparecen los versos desnudos. Sin más aditamentos. “Él escogió los que más le gustaban. Son poemas que, en cualquier, hablan mucho de él, lo reflejan”, apunta Blanca, que será la encargada de recitarlos junto a Rellán. “Me pareció una idea adecuada para este homenaje. En un principio, consideré Yo me bajo en la próxima, ¿y usted? Pero no quería agobiar a Miguel, así que nos decantamos por Una noche con los clásicos, que viene a ser una lectura dramatizada”.
Su padre los escanció en su día flanqueado por Amparo Rivelles y María Jesús Valdés. Gas le da una impronta sutil al recitado, pequeñas instrucciones soibre dónde colocarse y cómo decir el verso. Las luces, el ritmo y las pausas. Y además intercala proyecciones del propio Marsillach. “La intención es que parezca que está ahí arriba, en las tablas con nosotros. Miguel y yo interactuamos con él”, explica Blanca, que recuerda a su vez lo dura que era con ella cuando la dirigió en Mata-Hari. “Me exigía más por ser hija. Él siempre fue muy perfeccionista y muy riguroso. Me daba seguridad y también me la quitaba por ese motivo”.
Esos rasgos los aplicó también a su labor al frente de sus responsabilidades institucionales. Tras haber dirigido el Teatro Español en los 60, la llegada de la democracia fue un momento en el que los políticos no pasaron por alto su perfil para encargarle la guía de algunos de los proyectos escénicos más relevantes. En su haber consta nada menos que haber fundado el Centro Dramático Nacional (1978) y la Compañía Nacional de Teatro Clásico (1985), en la que dejó hitos seminales en la representación del repertorio áureo como El médico de su honra de Calderón, Fuenteveovejuna de Lope y Don Gil de las calzas verdes de Tirso de Molina. Aparte, intentó fijar una escuela en la manera de decir el verso áureo. Entre 1989 y 1990, con Jorge Semprún asentado en el Ministerio de Cultura, rigió asimismo los destinos de Instituto Nacional de Artes Escénicas.
Es curioso que su época de mayor fertilidad literaria la experimentó en la etapa en que estuvo al frente del Inaem. En 1990, casi del tirón, escribió Se vende ático, Feliz aniversario y El saloncito chino. En sus jugosas e incisivas memorias (tituladas Tan lejos, tan cerca, recientemente reeditadas por Tusquets) explica qué había detrás de esa aceleración dramatúrgica: "Imagino que era una especie de desahogo después del tedio que me producía el trabajo burocrático. Llenaba los folios frenéticamente como si en aquella actividad me fuese la vida. De eso se trataba: de encontrar en la escritura una salida que me permitiera huir". En cualquier caso, aclara que no se arrepintió de asumir tale responsabilidades, donde -justo es decirlo- asentó estructuras clave en la actividad de las artes escénicas españolas en la actualidad.
En su obra, retrató miserias y virtudes de la clase a la que pertenecía: la burguesa con una ironía inteligente al estilo de Woody Allen que arraigaba a su vez en el teatro del absurdo de Ionesco o, un precedente previo, Miguel Mihura. En ella, le atizaba a las costumbre y convenciones que constreñían la libertad del individuo y lo adocenaban. A él, desde luego, no consiguieron enchiquerarlo, siempre encontró una vía por la que escapar del molde. Gracia, y a pesar, del teatro.