Raúl Arévalo encarna la convulsa figura del emperador romano
Iba para poeta o cantante pero su madre, Agripina, le inoculó el ansia de poder. Ahí su mente se emponzoñó y acabó pasando a la historia como un criminal abyecto, precedente del nazismo. Eduardo Galán estrena este miércoles en el Festival de Mérida Nerón, su fundamentada y erotizante revisión del mito, que será encarnado en el mastodóntico teatro romano por Raúl Arévalo, a las órdenes de Alberto Castrillo-Ferrer.
El dramaturgo madrileño quería subrayar la complicidad que requiere cualquier deriva dictatorial para cuajar. Esa es una de las ideas centrales de su visión del controvertido gobernante romano, al que, además, intenta rescatar del tópico: el de ese tarado cruel que se recreaba la vista contemplando cómo ardía Roma mientras tañía su arpa y declamaba el poema épico Iliupersis. Esa estampa se ha consolidado a lo largo de los siglos pero los historiadores contemporáneos dudan cada vez más de su veracidad. Fue Suetonio, que le odiaba, el pionero en fijarla. Y desde entonces se ha perpetuado. Precisamente, de Suetonio bebe el perfil de Galán sobre el sátrapa, que combina recursos cinematográficos para agilizar la narración: escenas simultáneas, flashbacks... Suetonio es una fuente casi inevitable al abordar la figura de Nerón, pero la obra no le imputa el incendio, cuyo origen queda en el aire. Sí, en cambio, el aprovechamiento de él. El emperador impide que se apague porque así podrá modernizar urbanísticamente Roma, que es una idea que le tienta desde hace tiempo, y de paso hace correr el rumor de que han sido los cristianos los que lo han encendido. De esa manera se procura una coartada para masacrarlos.
Ese mundo subterráneo y clandestino de los cristianos lo recrea a partir de la novela Quo Vadis, de Henryk Sienkiewicz, que llevó a la gran pantalla Mervyn LeRoy, siendo hoy una de las películas impepinables en la programación televisiva semanasantera. "De hecho, se concibió como un canto al cristianismo", apunta Galán, que también recurrió al escritor Petronio. "Su obra me ha servido para documentarme sobre ese otro mundo hedonista y divertido, lleno de excesos, en el que vivían sobre todo las familias patricias y que hoy puede representar el universo gay". Contra ese libertinaje alza su voz en las catacumbas Pablo de Tarso, que Galán incorpora a la trama con la intención de reflejar el enfrentamiento moral entre el paganismo y el cristianismo. "Es curioso que esa dialéctica ha pervivido a través de los siglos y sigue muy vigente hoy". Nerón practica una voracidad (bi)sexual insaciable. Algo que en su círculo no es excepcional sino rutinario. Recuerda a su tío Calígula en ese terreno, otro tirano togado que, por cierto, subió al escenario de Mérida el verano anterior de la mano de Mario Gas, que montó el humanísimo retrato de Camus.
Galán de algún modo sigue la línea psicoanalítica abierta por el autor francés, que se adentraba en la turbulenta psique de Calígula para encontrar los motivos de su propensión a la crueldad. En Nerón afloran también sus razones. En particular, una: el truncamiento de la vocación juvenil del emperador por la música y la poesía. Su madre Agripina (a la que luego envenenará) le inocula el ansia de poder y le aparta de su inclinación natural por las artes, a su juicio un pasatiempo insustancial. También le malmete Séneca, que no aparece entre los personajes de la obra pero en un momento dado Nerón revela que le dio una lección muy valiosa: que la sinceridad no es una virtud aconsejable para el gobierno de los pueblos. "Séneca ha pasado a la historia como un baluarte moral pero fue un corrupto que se enriqueció enormemente enseñando este tipo de cosas", discrepa Galán."Nerón probó que todo tirano, para perpetrar sus crímenes, necesitacómplices. Hoy lo seguimos viendo con Trump". Eduardo Galán
El resultado de la exposición a todos esos mentores es un desastre humano: Nerón no termina de forjar su personalidad, es un hombre infantilizado, histriónico, caprichoso, cínico, impío y esclavizado por los instintos. Aun así la gente le quiere y le aclama. "No en vano es durante su gobierno cuando se acuñó la expresión ‘pan y circo' porque puso en marcha las olimpiadas, impulsó el teatro y la poesía en la ciudad y dio al pueblo muchas ayudas de todo tipo", recuerda Galán. Presenta así un personaje poliédrico y más complejo que el arquetipo, en el que se da con brutal intensidad una paradoja: a pesar de ser un hombre de cultura, con mucha sensibilidad para el arte, manifestó siempre una fría crueldad. Hay que recordar que se cargó a su madre, como dijimos, pero también a su hermanastro Británico y a su viejo tutor, Séneca, condenado (sin pruebas) de conspirar contra él. Además se le achaca la matanza de cristianos tras el incendio de Roma, aunque es un crimen del que la historiografía moderna le está empezando a absolver. Por eso es inevitable comparar a Nerón con esos jerarcas nazis tan refinados en materia artística y a la vez impulsores de la Solución Final, tipos que, por otra parte, le prendieron fuego al Reichstag para lanzar sus camisas pardas sobre los izquierdistas.
Todas esas caras de Nerón, sus contradicciones y múltiples planos psíquicos, los encarna Raúl Arévalo, que ha dejado por un tiempo los laureles fílmicos (como actor, guionista y director) para asumir este papel. Castrillo-Ferrer lo celebra cada día en los ensayos: "Raúl es un Ferrari: pasa de la risa al llanto, de la rabia al hundimiento anímico, con una velocidad brutal. Soy consciente de que funciona como un reclamo para el público, pero eso no me importa mucho, lo que me importa es que es un gran actor, exigente, obsesivo y que aporta muy buenas ideas, al fin y al cabo también es un gran guionista".
Un ego colosal
Castrillo-Ferrer lo sitúa en una escenografía que evidencia su autodestrucción. Grandes telones rojos caen de lo alto y se derraman sobre las tablas. Remiten, claro, a toda la sangre que ha hecho correr durante su régimen. Aparece también un pie gigante, de más de dos metros. Es un resto de El Coloso, la gran estatua que mandó esculpir y que sitúo al lado del Anfiteatro Flavio, que empezó a llamarse Coliseo por esta descomunal pieza. Otro elemento clave es la plataforma que opera como púlpito para pronunciar discursos y tálamo donde acontecen las escenas psicalípticas que caldearán la temperatura en las noches emeritenses. "Es el paisaje de la violencia, del ansia de poder, del sexo desbocado y de la autodestrucción", señala Castrillo-Ferrer. La autodestrucción de Nerón, sin embargo, no aniquila su egolatría, que emerge en su instante postrero, cuando los rebeldes le cercan y no tiene escapatoria. Grita desesperado: "¡No sabéis qué gran artista pierde el mundo con mi muerte!".@albertoojeda77