Juan Echanove y Eugenio Villota durante un ensayo de 'Sueños'. Foto: CNTC

Han estado muchos años buscándose, intentando trabajar juntos. Les costó encontrarse porque sus agendas nunca se sincronizaban. Pero desde que unieron sus destinos, gracias a Dostoievski, la alianza entre Gerardo Vera y Juan Echanove se mantiene en un estado incandescencia creativa. Después de llevar al escenario Los hermanos Karamazov, la monumental novela del escritor ruso, se metieron en un fregao aun más sinuoso: dar forma escénica a los Sueños de Quevedo. Estos días, en los ensayos, han empezado a ver cristalizadas tantas horas de desvelos, dudas e inseguridades. “Nos lanzamos con este proyecto de manera muy inconsciente, casi de carambola. He estado a punto de abandonarlo muchas veces a lo largo de este último año y medio”, confiesa Vera a El Cultural. Las

tentaciones de claudicar, sin embargo, no prosperaron. La prueba de su perseverancia es que el montaje, coproducido por la Compañía Nacional de Teatro Clásico, se estrenará el próximo viernes, 7, en el Teatro de la Comedia.

La idea de partida de Vera era retratar la decadencia del imperio español. Y la obra de Quevedo era un magnífico escaparate a su paulatina descomposición. Empezaron a trabajar con El Buscón pero pronto se dieron cuenta de que este texto no les cuadraba: la juventud de Pablos, su pícaro intemporal, no se sincronizaba con la edad de Echanove. Así que Vera dobló la apuesta y apuntó a Los sueños, un ciclo de narraciones plenas de alegorías, escritas por un Quevedo veinteañero, adscrito entonces a las corrientes conceptistas. Es una materia prima simbólica, que se resiste a la concreción escénica. “Había que construir un andamiaje dramático, una operación similar a la que hace un dentista cuando pone una nueva dentadura. Coloca primero unos implantes donde se fijan luego los dientes. De esa manera no se moverán

al morder”, explica (gráficamente) Vera.

Flashback vital

Ese planteamiento lo ha concretado mediante un flashback, solución que recuerda a la de Reina Juana de Ernesto Caballero, dirigida por el propio Vera en la Abadía. La monarca castellana, encerrada en Tordesillas y con la muerte ya rondándola de cerca, hacía un repaso de los capítulos cruciales de su vida. Quevedo también aparece de entrada enclaustrado en una especie de sanatorio, a punto de entrar en la última agonía. Mira atrás y hace balance. Es un esfuerzo que se mueve entre el recuerdo lúcido y la ensoñación desbocada. Habla con el médico encargado de atenderle, un personaje creado ad hoc para brindarle un interlocutor al poeta, que hace escala en sus fricciones con el poder (sobre todo con su némesis, el Conde Duque de Olivares), su frustración literaria (siempre le atormentó que, a pesar de ser tan popular, se le leyera tan poco) y su conflictiva relación con las mujeres (su físico poco agraciado y su dificultad para suscitar interés en ellas le hizo engendrar una misoginia furibunda).

Quevedo, además, relee sus Sueños. Quiere comprobar el impacto del tiempo en una obra suya de juventud, que Vera define como “una crónica dolorosa y lúcida de una España presa de la corrupción de las monarquías absolutas de Felipe III y Felipe IV, víctima del ocio y de la ignorancia, donde la filosofía era esclavizada por la teología”.

La adaptación la firma José Luis Collado, que ya se encargó de sustanciar las más de 1.000 páginas de Los hermanos Karamázov. Aquello ya fue un trabajo extenuante pero Quevedo le ha originado más zozobras todavía. “Sin duda, es lo más difícil que he hecho en mi vida”, apunta Collado. “La verdad es que Los sueños son irrepresentables porque son una sucesión de textos inconexos llenos de críticas y sátiras de la sociedad del siglo XVII,personajes alegóricos en escenarios de ultratumba, jocosas reflexiones en torno a oficios desaparecidos hace siglos. El reto no fue tanto encontrar un hilo narrativo que los conectase sino crear un armazón en el que cupiese todo lo que queríamos contar”. Collado también confiesa que en estos últimos meses ha tenido la sensación de estar perdido, de no saber hacia dónde caminaba. “Sólo Gerardo sabía desde el principio lo que quería hacer. Los demás no lo hemos empezado a ver claro hasta los primeros ensayos, cuando todo ha empezado a encajar”.

Vera es incapaz de aclarar de dónde le vino la intuición. “En realidad, nunca lo sé. Yo soy un artista caótico y anárquico. Eso no significa que me mueva por ocurrencias. Todo lo que hago mana del texto, siempre. Supongo que me ayuda el hecho de que tenga 70 años, 55 dirigiendo teatro. La inspiración llega y ya está. Me puedo levantar una mañana, escuchar una partitura de Bach y vislumbrar el camino. Casi siempre empiezo con una ensalada de referencias bailándome en la cabeza y, a medida que avanzo, voy descartando cosas hasta encontrar la esencia”, explica el veterano director. Aquí, aparte de a Bach, invoca a otros genios: El Bosco, Monteverdi, Velázquez, Bartók y Mozart. Y por encima de todos, Quevedo. “Es un autor que intimida, te puede paralizar. Nosotros nos dimos cuenta de que para quitarnos de encima esa presión debíamos ser coherentes con su obra y su actitud, siendo tan iconoclastas, tan salvajes y tan irreverentes como él. Nuestro respeto hacia Quevedo ha sido intelectual, no teatral”.

Gerardo Vera y Juan Echanove resucitan a Quevedo en Sueños. Foto: Javier Naval

La veta mística

Y pone sobre la mesa tres adjetivos para describir su puesta en escena: orgánica, simple y esencial. En ella convergen distintos códigos. Por un lado, el del barroco español, con su veta mística y funesta. Por otro, la alternancia entre lo onírico (más bien pesadillesco) y lo real. Y por último, la mirada contemporánea de Vera, que no ha tenido que forzar el trazo para elucidar las concomitancias entre el declive imperial y la España de hoy. “Es alucinante: hay reflexiones suyas que parecen hechas al hilo de los telediario de ayer. Son de una actualidad conmovedora. El clima de hundimiento moral parece el mismo de hoy. Y él lo refleja con imágenes tan poderosas como la del río Manzanares lleno de carroña, que fue como lo encontró cuando volvió a Madrid tras el encierro en la cárcel de San Marcos (León)”. A una de sus celdas lo habían arrastrado en 1639, “sin una camisa, ni capa, ni criado, en ayunas”, “con más apariencia de ajusticiado que de preso”, recordaba despúes Quevedo. El Conde Duque de Olivares no había pasado por alto sus escritos satíricos y su castellano afilado, que, apunta Vera, “restalla sobre las tablas”.

“Esto es puro teatro contemporáneo”, añade Echanove. “Quevedo no está anclado a ninguna fecha. Nosotros no tenemos que subrayar nada para que impacte su tremenda vigencia”. El actor madrileño es coproductor del espectáculo junto con la CNTC. “A mí el teatro me lo ha dado todo y yo le devuelvo todo. Es así de simple”. Dice Vera que está metidísimo en el papel, que le llama incluso de madrugada para comentar detalles del personaje. Así de obsesivo es Echanove. Pero es verdad que encarnar al autor de El Buscón exige un descenso abisal a un alma atribulada y profundamente sentimental, aunque oculta tras una proverbial mala leche . Esta última faceta, la más pendenciera, era la más destacada en el Alatriste de Arturo Pérez-Reverte. Los miles de lectores de la saga no pueden dejar de asociarlo a una frase, “no queda sino batirnos”, que el poeta pronuncia recurrentemente antes de echar mano al acero para reestablecer su honor o el de sus amigos.

Amar y odiar a un tiempo

Echanove precisamente lo interpretó en la versión cinematográfica firmada por Agustín Díaz Yanes. “Ese Quevedo es solo un fotograma del que veremos en Sueños. Puede ser un buen punto de partida pero es un trabajo que, la verdad, se me queda ya muy atrás”, señala Echanove. “Este es un Quevedo viejo, que se asoma a la muerte y eso le da otra dimensión. Para mí Quevedo es un parque temático de la interpretación. Lo tiene todo. Fue una persona tan atribulada como apasionada, alguien que pasa del odio al amor sin solución de continuidad”.

Su vertiente amorosa la despliega al lado de Aminta, una mujer napolitana por la que tuvo fijación (hay que recordar que el escritor pasó una temporada en la ciudad italiana secundando a su amigo el Duque de Osuna). No está claro el alcance de sus contactos, si la cosa quedó en un terreno platónico o si llegó a lo carnal. Vera y Collado, a partir de los poemas que le dedicó, la han incorporado al montaje. Y Lucía Quintana le da vida en escena. Aminta sintetiza las distintas mujeres con las que se relacionó: las que le despreciaron por sus amorfas hechuras (las más) y las que sí entraron al trapo de sus galanteos (las menos). “Su discurso amoroso es muy necesario en un mundo donde prima lo material. Él fue un poeta del amor descomunal. Detrás de su fiereza se ocultaba la ternura”, dice Echanove, que tiene a Gerardo Vera rendido por sus dotes interpretativas. “Las oscilaciones del carácter de Quevedo -precisa Vera- no permiten procesos stanislavskianos. Los cambios de registro son instantáneos y él hace un trabajo deslumbrante, como el resto del elenco”, en el que encontramos a muchos de los actores que ya participaron en Los hermanos Karamázov: Óscar de la Fuente, Markos Marín, Antonia Paso, Chema Ruiz, Eugenio Villota...

Todos acompañan a este Quevedo crepuscular, que murió en un convento dominico de Villanueva de los Infantes en 1645, arrastrando amarguras y frustraciones, afrentas y exilios, pero, como apunta Vera, dejando también un ejemplo intemporal: "El de la dignidad en un país inundado por la indignidad y la podredumbre moral. Quevedo sigue siendo nuestro antídoto”.

@albertoojeda77