Hace pocas semanas triunfaba en el Teatro Real una versión coreográfica del Orfeo de Monteverdi, con el sello de Sasha Waltz. Ahora se anuncia otra también danzable de una obra muy posterior: Dido y Eneas de Purcell, para muchos estudiosos e intérpretes la primera ópera de la historia. No la primera ópera inglesa, sino la primera de cualquier país. Las piezas de Monteverdi son calificadas desde este punto de vista como masques –término que define una obra que combina poesía, música vocal e instrumental, danza, acción teatral, escena y decoración aplicada a las representaciones de asuntos alegóricos y mitológicos–, opinión que mantenía también Benjamín Britten.
Sea como sea, lo cierto es que la breve ópera de Purcell ha marcado una época. Nada raro en partitura tan concentrada, de tan certero dramatismo, de tan directa expresividad, que, según todas las fuentes –en ningún caso absolutamente contrastadas–, se estrenó en la escuela para muchachas de Josias Priest, en Chelsea, en diciembre de 1689.
Es una de las más indiscutibles obras maestras de la música inglesa. Purcell desarrolla un drama íntimo y doloroso entre dos personajes. La respetabilidad, la nobleza de sentimientos y la actitud general aparecen curiosamente menos influidas por la vehemencia de Shakespeare que por el clasicismo de Racine.
La breve ópera de Purcell ha marcado una época: es una de las más indiscutibles obras maestras de la música inglesa
La escritura instrumental, seguramente pensada para un conjunto muy pequeño, es magnífica, y lo comprobamos de principio a fin. Hasta llegar a la famosa despedida de Dido, en la que técnica y pasión se funden de manera milagrosa en una sola cosa. En realidad lo que funciona es un un bajo ostinato, que era uno de los procedimientos preferidos de aquel tiempo. Purcell, que emplea el bajo descendente cromático, añade luego una cadencia para completarlo y delinea un expresivo juego de apoyaturas, con lo que pone en movimiento una técnica usada habitualmente por Cavalli.
Cuando la voz, desde la fluente melodía, insiste en su frase “remember me”, los violines siguen las apoyaturas y continúan hasta el final. Es entonces la orquesta sola la que retoma las estribaciones del lamento. Purcell roza aquí los límites de la grandeza musical. Una grandeza y una dignidad que algunos autores ingleses han llamado miltonianas. Todo lo cual no nos indica que Dido y Eneas sea una obra absolutamente perfecta: hay en ella debilidades dramáticas y probados convencionalismos; como el del dueto de las brujas en el tercer acto.
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La producción que se va a exhibir en los Teatros del Canal desde este martes y que se integra en la programación del Teatro Real, tiene dirección escénica y coreografía de Blanca Li –directora de los primeros–, y musical de William Christie, que cuenta, por supuesto, con su Coro y Orquesta Les Arts Florissants.
Las dos voces protagonistas, la de Dido y la de Eneas, vienen servidas por dos jóvenes y muy diestros cantantes en este tipo de repertorio: la mezzo muy lírica Lea Desandre, de tersa emisión, y el bajo-barítono Renato Dolcini, hábil como ella en la coloratura más procelosa, aunque ligeramente engolado, y que sirve asimismo la parte de Hechicera. Se promete una gran fiesta barroca.