Accede nuevamente al Teatro Real la ópera Norma, puede que el fruto más granado de Bellini. Esperamos resarcirnos del mal sabor de boca que nos dejó la última producción de la obra en el mismo escenario firmada en aquella ocasión por Davide Livermore, que construyó un montaje aparatoso y más bien rancio. En esta ocasión, y en producción del propio teatro, se ha encomendado la labor a Justin Way, que es director de producción del coliseo. Tendrá que echarle inventiva para levantar un título que tiene mucho de estático y cuya acción queda congelada las más de las veces en beneficio de una música romántica bien destilada, de un melodismo extraordinario; el propio que siempre manaba de la inspiración del compositor de Catania.
Sobre la escena diseñada por Way, sencilla y de corte un tanto minimalista, se moverá un buen equipo musical comandado por la batuta, generalmente segura y cumplidora, conocedora de este tipo de repertorio, de Marco Armiliato. A su mando, con cantantes que conforman dos repartos en las partes principales, tenemos a dos Normas de interés. La primera es la canaria Yolanda Auyanet, que tan buena evolución, de lírico-ligera a lírico rozando lo lírico-spinto, ha tenido en estos últimos años, en los que ha abordado más de una vez el personaje de la sacerdotisa, que canta con excelente línea, lustrosos agudos y agilidades de buen cuño. Quizá a su instrumento le falte algo de densidad y unos graves más sólidos para acometer una parte escrita para una dramática de agilidad (de los años 30 del siglo XIX).
La segunda es la rusa Hibla Gerzmava, de timbre más lleno y sensual, más oscuro, y adecuada impostación, segura asimismo en las fioriture y fácil en el agudo (no tanto en el sobreagudo). Al lado de ellas, dos tenores norteamericanos, estupendos defensores de Rossini y de partes que piden insolencia emisora por arriba. En realidad son dos lírico-ligeros con hechuras de líricos, sobre todo Michael Spyres, algo más penumbroso y dotado de unos graves muy bien apoyados. Su par es John Osborn, de instrumento menos interesante y menos varonil, pero igualmente seguro y firme. Ninguno tiene la voz ideal para Pollione, prevista en realidad para un tenor de mayor enjundia y espesor. El típico baritenor de la época, como Domenico Donzelli.
Clementine Margaine y Annalisa Stroppa son dos bue- nas mezzos líricas, más ancha la primera, más estilizada y de voz más cremosa la segunda. Aunque ya sabemos que Adalgisa fue escrito en realidad para una soprano lírica. No debe haber problemas para los dos Orovesos, Roberto Tagliavini y Fernando Radó, muy conocidos en la plaza. Es una pena que dos cantantes de voces tan bien puestas, merecedores de empeños mayores, como la soprano Berna Perles y el tenor Fabián Lara, estén para las partes secundarias de Clotilde y Flavio.
Con todo, pese a las relativas objeciones, parece que la compañía de canto es de recibo y que puede solventar sin especiales problemas lo que plantea una ópera como Norma, en la que la melodía y su ornamento entraban a formar parte esencial de un nuevo lenguaje. Donizetti y Bellini, sobre todo este último, como puente hasta Verdi —en quien se encuentra encerrada toda la evolución de la ópera italiana del ochocientos—, siguieron esta senda. Quizá sea Norma uno de los mejores exponentes de este arte fronterizo. La obra se divide en dos actos y ofrece una estructura interna que hubo de causar en su tiempo —de ahí la actitud de algunos oyentes del estreno— sorpresa.
La sucesión de números, el aire unitario, con necesarios y bien empleados contrastes, la fluidez de todo el discurso, la entraña melódica (que, en definitiva, fue y en buena medida es su gran atractivo) y el inesperado final del primer acto, ocupado por un terceto Norma-Pollione-Adalgisa en vez de un amplio concertato, como era preceptivo, produjeron alguna perplejidad.
Bellini opinaba que si la música no tiene nada que añadir al texto es mejor que calle, pues en tal caso el recitado es el camino adecuado para la expresión del mensaje. La misma entonación de la palabra, el ritmo de la frase, la jerarquización de los acentos y de las respiraciones proveen a la desnuda exposición semántico-morfológico-sintáctica del discurso de una connotación expresiva que la música inevitablemente modifica, tal y como resume el musicólogo italiano Carlo Parmentola al tratar el crucial problema de la correspondencia entre música y palabra, tan fundamental en Bellini; y no sólo en él, claro.