La soprano Asmik Grigorian y el bajo Maxim Kuzmin-Karavaev en 'Rusalka'

La soprano Asmik Grigorian y el bajo Maxim Kuzmin-Karavaev en 'Rusalka'

Ópera

'Rusalka', la metamorfosis trágica del amor

Mucha expectación en el Teatro Real para ver la revisión de la ópera de Dvorák por Christof Loy, que encandiló al público con su 'Capriccio' straussiano la temporada pasada. Ivor Bolton gobernará el foso

11 noviembre, 2020 09:58

Hemos de alegrarnos ante la presencia, a partir del 12 de noviembre en el Real, de Rusalka, un título no especialmente prodigado por estos lares. El teatro madrileño la había exhibido en 1924 y el Liceo en 1964 y, más recientemente, en 2013 (en un irreverente y sonado montaje de Herheim). Madrid le daría cabida asimismo en el Teatro de la Zarzuela en 1975, en actuación de la compañía de la Ópera de Praga, presente también en el Pérez Galdós de Las Palmas en 2008.

El tema de la criatura sobrenatural que, por amor a un ser humano, renuncia a su estatus, y la tragedia a la que le empuja tal decisión, son líneas argumentales ampliamente utilizadas en la literatura musical de finales del XIX y principios del XX. El libretista Jaroslav Kvapil, que había ofrecido sin éxito el sujeto a otros compositores como Foerster, Nedbal y Suk, los dos últimos, discípulos de Dvorák, sin que ninguno de ellos se sintiera interesado, recibió, sin embargo, la atención de este, que rápidamente se puso manos a la obra. En siete meses la partitura estaba prácticamente lista. Kvapil había preparado una hábil síntesis de diversas fuentes. Dos fundamentales: la Ondine de La Motte-Fouqué (1811) y La pequeña sirena de Andersen. En ellas pululaban elementos fantásticos que ya planeaban sobre óperas como Le villi de Puccini (1885) o Loreley de Catalani (1890) y que ya Wagner había manejado (El buque fantasma, Tannhäuser o Tristán).

Coros magníficos

Es evidente que Dvorák logró una síntesis perfecta en el tejido musical continuo de la partitura, que no tiene casi puntos de desfallecimiento. El arioso, el aria y un rico y expresivo recitativo heredero de Dargomiski o Musorgski, que blande asimismo elementos del lenguaje wagneriano, constituyen un totum que otorga unidad al amplio conjunto, en el que se dan números complejos, dúos, tríos, coros magníficos. Se inscriben estos en una panoplia que mantiene firme y fluida una acción musical y dramática en la que aparecen climáticos intermedios orquestales. Es famosa la plegaria a la luna de la ondina, ese Mesícku na nebi hlubokém (Pequeña luna, tan alta en el cielo), Larghetto, que con su simplicidad estrófica, su satinada orquestación, su incomparable sensualidad, desafía con éxito las inspiraciones más elevadas de un Puccini.

El Real ha elegido un reparto que parece de confianza, con dos sopranos muy interesantes en el papel principal, la lituana Asmik Grigorian y la rusa Olesya Golovneva. Aquella una cantante de arrebatadas maneras, de insolente desparpajo, hábil para los claroscuros y una lírica de timbre ligeramente velado. Esta, de voz más amplia y sonora, más rica en armónicos y más suntuosa.

Las dos sopranos vienen escoltadas por los tenores Eric Cutler, norteamericano, lírico, musical, de timbre algo desleído, y el británico David Butt Philip, de instrumento más fornido y bien puesto, quizá no demasiado fino. El Espíritu de las aguas se lo reparten los bajos Maxim Kuzmin Karavaev, oscuro, timbrado, pétreo, ruso, y Andreas Bauer Kanabas, más baritonal, germano. La sueca Kataryna Dalaiman, hasta hace poco relevante soprano wagneriana, en su nueva transición hacia la cuerda de mezzo, encarnará a la Bruja, parte en la que se alternará con la penetrante y sonora alemana Okka von der Damerau. Encontramos a la veterana finesa Karita Mattila en la parte de Princesa extranjera. Todavía nos acordamos de su magnífica Katia Kabanova de Janácek de hace unos años. Se alterna con la inglesa Rebecca von Lipinski.

Uno de los grandes atractivos es la presencia del fantasioso e inteligente director de escena alemán Christof Loy, que tan buen sabor de boca dejó hace unos meses con Capriccio de Strauss. La mirada omnicomprensiva del regista plantea un continuo juego de metáforas, presidida por lo que representa el propio lago de las ondinas, que viene a ser el reino de las ilusiones. “No se sabe si el macizo de rocas que invade el escenario es un decorado o una realidad. Aquí Rusalka puede ser una sirena y olvidar con sueños tristes la fragilidad de su cuerpo, que le impide andar y bailar. Su minusvalía es, en efecto, una metáfora de su incapacidad para trascender ese entorno sin futuro”, explica Loy.

La grandeza de esta ópera extraordinaria reside para Loy en que “como las grandes obras de la historia, busca explorar la vida y no juzgar las formas de vivirla”. Compartiendo el trabajo escénico se situará en el foso el maestro titular del teatro, Ivor Bolton. A sus dones habituales de buen mando, cuidado rítmico, capacidad narrativa, habrá de sumar la exigida fantasía y el olfato para destacar, en tan rica partitura, timbres y colores. Y claridad para tratar con diafanidad las complejas superficies.