La muerte de esta gran soprano nos hace retrotraernos en el tiempo y llegarnos al lejano mes de mayo de 1970, cuando algunos ya mayorcitos tuvimos ocasión de verla y escucharla en uno de sus papeles fetiche, el de Mimi de La bohème de Puccini. Tenía por entonces 35 juveniles años; los que había cumplido Luciano Pavarotti, su hermano de leche (habían sido amamantados por la misma nodriza), que cantaba con ella en aquellas dos fastuosas funciones en el Teatro de la Zarzuela de Madrid bajo la batuta del eficiente Nino Sanzogno. Fue una noche inolvidable, de la que recordamos fabulosas interpretaciones de Che gelida manina (con un soberano do de pecho que ha quedado para la historia) y de Si, mi chiamano Mimi (con unos reguladores y matices de excepción).
La voz era, en su plenitud, la de una lírica pura, homogénea, bien emitida, sin sonoridades espurias, de una gran riqueza de armónicos, que vibraban resplandecientemente, tornasolada y de una redondez y calidez únicas, de extensión suficiente, pero no extraordinaria, que en su etapa primeriza de lírico-ligera no se iba a las alturas estratosféricas de voces más leves. Las criadas mozartianas como Despina, Zerlina o Susanna encontraron en ella el mejor reclamo. Pocas emociones iguales podrán sentirse tras una escucha de su maravillosa interpretación del aria nocturna de este último personaje, Deh, vieni, non tardar, cantada en la espesura de la fronda. Esa cadencia de siciliana, ese recrearse en la suerte sin perder cuadratura, con el inteligente acompañamiento de la batuta de Colin Davis, son rasgos inolvidables y definitorios.
Criaturas operísticas como las francesas Magarita o Julieta de Gounod, Micaela de Bizet, Adina de Donizetti o Tatiana de Chaikovski será muy difícil que se nos revelen con esos mimbres, con esa calidez, esa naturalidad, esa inmediatez. Andando el tiempo, como suele ser habitual, Mirella empezó a encarnar personajes de más enjundia dramática, a los que aportaba su finura canora, su conocimiento, siempre en posesión de una técnica de natura infalible, como Elisabetta di Valois de Don Carlo o Desdemona de Otello de Verdi, a las que, ya en plena madurez, sabía dotar se una savia vivificante y un candor singular haciéndolas creíbles, Aunque sobrepasaban ligeramente su tipo vocal.
En los años ochenta y primeros noventa se entregó en mayor medida a otros cometidos de más sustancia dramática, a los que su musicalidad, su sinceridad interpretativa dotaba de nuevas luces. Y de bastantes sombras: se encontraba en un terreno poco hollado y el instrumento no aportaba generalmente toda la dimensión que piden. No obstante, acababa por prevalecer el arte y aun llegábamos a disfrutar de sus encarnaciones de Tosca, Butterfly o Manon de Puccini. La voz aparecía ya envuelta en un no deseable vibrato, que fue creciendo con el paso de los años. Adriana o Fedora de Cilea perdían brillo en sus recreaciones. Lo mismo que algunas de las féminas verdianas más características de una lírico-spinto: Amelia, Elvira, las Leonoras…
Siempre en todo caso nos quedará la imagen de la núbil Freni, de la gozosa joven que nos elevaba el espíritu con Mozart o el más tierno Puccini. Su talante, su amoroso decir, su fraseo inmaculado, su dicción clara, su sonrisa de muchachita desvalida, su pimpante frescura son rasgos que nos será muy difícil olvidar.