Luisa Miller, en la raíz del esplendor verdiano
El Teatro Real ofrece en versión concertante la ópera de Verdi, precursora de Rigoletto, Il trovatore y La traviata. James Conlon, director eficiente y seguro, tendrá bajo su batuta al sempiterno Leo Nucci.
Vuelve, los días 23 y 26, al Teatro Real Luisa Miller, que subió a su escenario hace algo más de diez años. Es ópera que siempre apetece revisar, aunque no vendría nada mal que se recuperara antes alguno de los títulos verdianos que quedan por programar en nuestro coliseo. Mientras, concentrémonos en los valores que adornan a esta obra de transición que circula en sus dos primeros actos por senderos en parte trillados y un tercero en donde la inspiración y la originalidad eleva el nivel y se sitúa en los aledaños de ese nuevo lenguaje dramático-musical que explotaría definitivamente en la trilogía Rigoletto, Il trovatore y La traviata.
Massimo Milla decía que en los pasajes más áridos, los de diálogo apretado, descubrimos de nuevo al gran Verdi, "el más experto y cuidadoso, creador de un recitativo flexible y expresivo, que se integra activamente en la orquesta". En esta obra burguesa se da ya ese paso hacia la atmósfera más recogida, en parte esbozada en I due Foscari, (próximamente en el Real, también en versión concertante), con la que el autor se acercaba en mayor medida a sus personajes, cuya vida interior adquiere, cada vez más, una intensidad genuina y profunda.
La novedad principal de Luisa Miller, manifestaba Gabriele Baldini, consiste en el hecho de que Verdi reclama, por primera vez, el color ambiental no como una convención, sino como una modernidad musical; y se acerca con ello a Weber. La obertura de Luisa Miller hace resonar, modificándolo apenas y no queriéndolo recrear casi deliberadamente, un motivo característico de la de Der Freischütz, más tarde readaptado y reelaborado en la marcha del segundo acto de Tannhäuser de Wagner, representado en Dresde por primera vez en 1845. Yendo más lejos: ese tema se reconoce, aún más cambiado, en la famosa Vendetta del segundo acto de Rigoletto.
El libretista Cammarano hubo de meter mano al torrencial y generalmente retórico drama de Schiller, "una auténtica obra maestra de la dramaturgia engorrosa", según Richard Mohr. A Verdi se debe el rápido y efectivo cierre del primer acto. Los autores han destacado el cambio de decoración, de ambiente, al comienzo de la obra, en donde reina una atmósfera placentera, que algunos consideran de color germanizante o próximo a Guillermo Tell de Rossini, con sus cazadores y su idílico paisaje; y otros, la mayoría, más cercano a las obras de Bellini o Donizetti. Aun cuando de ambas cosas pueda hablarse, parece más conectado ese ambiente con estos últimos compositores. Rápidamente viene a la memoria el inicio de óperas como La sonnambula del primero o L'elisir d'amore o Linda di Chamounix del segundo. Claro que el paisaje, exterior e interior, cambia rápidamente cuando las intrigas y conflictos humanos comienzan a aflorar.
Para servir una composición tan interesante, estrenada en el San Carlo de Nápoles en1849, se cuenta con James Conlon, una batuta firme, segura, eficiente, hábil en la concertación y conocedora de las claves de este tipo de música, como puso de manifiesto hace un par de temporadas con Las vísperas sicilianas, partitura algo posterior de la misma mano creadora. Aparece de nuevo, en la piel del noble y asendereado Miller, el sempiterno Leo Nucci, barítono muy veterano aún capaz de levantar al respetable de sus butacas. A su lado, la soprano croata Lana Kos, lírica con posibles, de canto vibrante, bastante ajustada a lo que pide su particella. El tenor, Francesco Meli, un lírico-ligero en origen, puede que sea algo corto para el tinte a veces spinto que pide la parte de Rodolfo. La mezzo lírica María José Montiel, cálida y asentada, viste a la Condesa Federica. El Conde Walter es Dmitry Beloselskiy, el torvo Wurm, John Relyea y Laura, Marina Rodríguez-Cusí.