Para dirigir y recrear con solvencia la música sinfónica de Rachmaninov, impregnada frecuentemente de un postromanticismo un tanto dulzón -"Ese sarampión que todos hemos de pasar", decía de ella Celibidache-, es conveniente andar despierto, no dormirse, no extasiarse demasiado en frases generalmente hueras, no abusar de las elongaciones que contribuyen a cargar de plomo los pentagramas. Fischer, amparado en una orquesta espléndida, airea estructuras, clarifica transiciones, individualiza timbres y distribuye volúmenes. El resultado es muy bueno. La obra sale beneficiada y podemos escuchar lo más salvable de la música y seguir sin temores, por ejemplo, la bien construida y hermosa melodía del famoso Adagio. Una interpretación de altura, que suena estupendamente; bien que al no tener el sistema SACD multicanal, que recomiendan los ingenieros, suponemos que nos quedamos a medio camino. En todo caso, nunca hemos de olvidar la antigua versión mono de Sanderling con Berlín.