Beyoncé se propuso alegrarnos la vida tras la pandemia y consideró que lo mejor que podía hacer era regalarnos un disco de house retro para que, entre baile y baile, curáramos las penas de aquella anomalía que desbarató tantos planes y tantas vidas. Dicho y hecho. El pasado 29 de julio, pronto hará un año, nos ofreció Renaissance: expectación; habían pasado cuatro temporadas desde Everything Is Love (2018), su anterior aventura en The Carters junto a Jay-Z, su marido.
Ahora, en 2023, ha empezado a presentarlo en directo. El pasado 10 de mayo arrancó su Renaissance World Tour en Estocolmo, gira que concluirá el próximo 27 de septiembre en Nueva Orleans. Serán 57 shows para pasear por Europa y Norteamérica. El concierto de este jueves en el Estadi Olímpic Lluís Companys, en Barcelona, octava ciudad que visita, fue el decimotercero, tras su paso por Suecia con dos bolos en su capital, Bruselas, Cardiff, Edimburgo, Sunderland, París y Londres (con cinco actuaciones).
Es este su primer tour sola en siete años, el sexto en su carrera y el que se postula como el más ambicioso de todos los que ha ejecutado hasta ahora: ¿la discoteca más grande en el planeta bajo un entramado futurista, robótico, de ciencia ficción? ¿Por qué no? Es, de hecho, un monumental espectáculo que pretende, y generalmente consigue, transmitir alegría y celebración de la vida a destajo. Dos horas y media con protagonismo casi total de su álbum Renaissance, y con un mensaje hedonista pero liberador que es a la vez tributo a la música negra y llamada al empoderamiento de las mujeres; también una decidida aproximación vital y estilística a la cultura queer, que la ha erigido como la nueva reina a la que adorar.
Dividido en seis bloques con introducciones entre secciones, con imágenes icónicas de su pasado entre lo obvio y lo opulento proyectándose, desarrolló 30 canciones, algunas de ellas con efecto multiplicador, ya que enlazó varios temas en una misma secuencia. Cambios de pantalla y, por supuesto, de vestuario en cada uno de los niveles.
Después de la sesión de DJ de la artista venezolana de electrónica experimental Arca, que fue su telonera, una primera tanda de cuatro baladas tostonazo desprovistas de acción —Dangerously In Love, Flaws And All, 1+1 (sentada sobre el piano, lo dio todo, gorgoritos incluidos; y hubo solo de guitarra a lo Prince) y Care, que enlazó con la peor versión jamás hecha del River Deep, Mountain High de la recientemente desaparecida Tina Turner, tributo que cantó desesperadamente slow— centró la temática de torch songs que define algunas de las interpretaciones de Beyoncé: entre la romántica obsesión, la vulnerabilidad y aceptación del amor o el despecho amoroso. ¿Lo mejor? Que nos quitamos de encima esa parte cursi rápidamente, ya que salteada a lo largo de la noche habría sido un puro coitus interruptus. Ella, más clásica de lo que aparenta, siempre dispuesta a hacerse valer en las distancias cortas, a veces no tiene mesura: por momentos, su ego la traiciona al querer demostrar que es una cantante con poderío.
Pero acto seguido empezó a descorchar el tempo house, elemento motriz aglutinador, con I’m That Girl y Cozy. A continuación, Alien Superstar, guiño al pop comercial de los años 80: I’m too classy for this world, forever I’m that girl, cantada con picardía. Se atrevió con Lift Off, de su colaboración en el disco de Jay-Z y Kanye West Watch The Throne: el estrellato como si de un cohete espacial se tratara, tal vez el que ella quiere representar. Finalmente, cedió 7/11 a sus dos bailadores gemelos, Les Twins (Laurent y Larry Nicolas Bourgeois), que demostraron su valía apareciendo de la nada, saltando desde unas supuestas camas elásticas y aventurándose por la pasarela a ritmo de trap-rap.
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Siguiente estación con los fuegos artificiales de Cuff It (funk blanco para dotar de nostalgia un enfoque musical pseudo AOR), la más africanista Energy (hipnótica píldora con ramalazos ragga) y Break My Soul, el hit por excelencia y canónico house imbatible en la pista y donde sea, esta con la versión añadida del The Queen Remix en honor a Queen Mother Madonna: lanzó un guiño al Vogue de la Ciccone. “La imaginación es más importante que el conocimiento”, rezaba un eslogan en la pantalla. También hubo tributo reverencial con los nombres proyectados de Bessie Smith, Aretha Franklin, Grace Jones, Anita Baker, Missy Elliott, su hermana Solange, Lizzo, Santigold y otras féminas que estuvieron antes que ella o siguen con ella en la lucha. Respect hacia todas ellas desde el corazón de la diva número uno en la actualidad en el pop de consumo generalista.
Con vestuario rojo, llegó otro capítulo con seis piezas más, que inauguró Formation, himno black power y pieza recurrente del movimiento Black Lives Matter, así como bandera del sur de Estados Unidos (ella es natural de Houston) con su representativo bounce, subestilo propio del hip hop de Nueva Orleans.
Más empoderamiento femenino con Diva y Run The World (Girls) (con espasmos de humo lanzados hacia el cielo), antes de que en la africanista My Power saliera a escena su hija Blue Ivy, de 11 años, chulísima con su pelo afro y sus gafas siderales, para impresionarnos con su coreografía perfecta al frente de todo el cuerpo de baile, mientras que Beyo iba subida a una tanqueta a lo Mad Max admirándola y emocionándose con el desparpajo de su retoño.
Con las raíces africanas de Black Parade va implícito el subtexto que celebra el fin de la esclavitud en su país y que aboga por la cultura y el activismo negro. Cerró este bloque el mix de Savage Remix (la que grabó con Megan Thee Stallion) emparedado entre Yoncé y Partition (dos caras de la misma moneda).
Después, otro cambio superfunky inaugurado con el enlace entre Church Girl (góspel con fondo a lo James Brown) y Get Me Bodied, seguido por Before I Let Go (versión de Maze, tema de 1981) y Rather Die Young. Love On Top, cantada por el público con asombrosa fidelidad –y no era fácil– en una especie de llamada y respuesta entre la artista y los espectadores, fue el momentazo rhythm’n’blues a la antigua usanza antes de que irrumpiera Crazy In Love (la mejor canción del mundo en 2003 y, quizá, de cualquier año), que desató la locura a partir del estridente sample del inicio del Are You My Woman (Tell Me So) de los Chi-Lites de 1970. La furiosa sección de vientos puso la rúbrica a una de las cumbres del concierto.
Más tarde, llegó la tanda formada por Plastic Off The Sofa (balada empalagosa a lo Michael Jackson que bordea lo repipi donde reivindica su relación con Jay-Z), Virgo’s Groove (con estrofas que recuerdan a Shakira en la forma de cantar en una reivindicación de los Virgo, ella lo es, más sexual que paciente), Naughty Girl (R&B minimal), la enérgica Move y el trote jamaicano de Heated y su remix pegado.
Al final, el electro primigenio con munición acid de America Has A Problem, Pure/Honey (que sonó un poco a Madonna) y, en el bis, Summer Renaissance con su correspondiente remix y la genuflexión al I Feel Love de Donna Summer. Todos locos de contentos mientras sobrevolaba Beyoncé montada en el caballo (robotizado) de la portada de Renaissance por encima del público. Era un homenaje al caballo (real) con el que Bianca Jagger entró en el Studio 54 de Nueva York en tiempo de euforia disco music, ese estado emocional que ella persiguió reproducir con su último disco, una fiesta de baile que ella definió de este modo cuando lo publicó: “Ahora sólo espero que mi nueva música consiga generar alegría en todas vosotras, que os inspire a dejaros llevar, a bailar, a sentiros tan únicas, tan fuertes y tan sexys como sois”.
Amén a eso y a un espectáculo que, entre sombreros de vaqueros con purpurina entre el público, brilli brilli plateado en muchas vestimentas y devoción por una cantante megalómana y siempre al filo de lo hortera, se vivió como una producción de cine de gran presupuesto con mensajes de gran calado entre la ética y la estética. No siempre acertó, pero siempre se postuló para salir airosa de un directo que acabó con otro mensaje con enjundia: “Quien controla los medios de comunicación controla la mente”.