Amenazó la lluvia todo el día con aguar la fiesta. El que se antojaba como el mejor de los escenarios posibles, el de los Jardines del Botánico de la Complutense, se volvía en su contra ante los caprichos climatológicos de un mes de junio pasado por agua. Expecting Rain lleva por nombre uno de los foros dylanófilos de mayor tradición y predicamento. Y, efectivamente, el pronóstico era lluvioso. Muy lluvioso.
En la hora previa señalada para el inicio del concierto, bajo rigurosa puntualidad (primera regla de Bob Dylan), el público asistente a la inauguración de las Noches del Botánico buscaba el espejismo de un resguardo contra la tormenta bajo las ramas de los árboles o en las escasísimas zonas cubiertas a la entrada del recinto. Allí mismo, antes incluso de entrar, era obligado dejar el paraguas en consigna ("El artista no quiere paraguas en su concierto", segunda de las normas), que amablemente te trocaban por un chubasquero azul. En un momento dado, todo era chubasqueros azules en el indolente paisanaje.
A escasos minutos de la hora señalada, sin que el aguacero diera señales de escampar, nadie apostaba por que aquello pudiera empezar puntual, máxime cuando -tercera de las normas impuestas por Dylan- se interponía otra obligación entre la entrada y la butaca: precintar el móvil en una funda de cierre magnético. Pero la promotora Riff Music cumplió su deber bajo el exigente contrato del artista. Y como Dylan ya sabemos que debe tener algún pacto secreto con las misteriosas fuerzas (o los simples giros) del destino, el músico y su cuadrilla arrancaron apenas 15 minutos después, afinando sus instrumentos, bajo el cielo grisáceo de nubes que, milagrosamente, ya parecían haber descargado todo lo que debían. Y la fiesta no se aguó.
“Madre de las musas, donde quiera que estés, ya he sobrevivido por mucho a mi vida”, cantaba una hora después Bob Dylan, de negro y sin sombrero, ocupando el centro del escenario escudado por el baby grand piano, rodeado de los cinco músicos también de negro, como sombras a su alrededor, en formación de akelarre. Y a uno le dio por pensar que nadie por supuesto puede escribir (ni cantar, o incluso recitar) este tipo de canciones sin creerse lo que dice. Menos aún hacerlo cada noche sin aire expeditivo, frente a un público atrapado entre la estéril nostalgia y el impaciente desconcierto… como si el joven arrogante de Like a Rolling Stone pudiera resucitar sobre el escenario. Evidentemente, no.
El tema hasta ha desaparecido de su repertorio. Han caído muchos diluvios desde entonces, y no por ello ha dejado de sentirse solo, sin dirección, como un completo desconocido. Pero ahora el Dylan de 82 años y mil canciones contiene las multitudes y bromea sobre su estatuto de falso profeta: “Sólo dije lo que dije… He olvidado cuando nací y no recuerdo cuando morí”, aullaba con voz desnuda en el cuarto de los vigorosos blues que atacó la banda comandada por el bajista Tony Garnier.
Después de once conciertos en Japón en los que, cuentan las crónicas, regalaron la mejor voz de Dylan en el espectro octogenario de su vida, hizo en abril un parón de algo más de un mes para recomenzar el viernes su gira interminable en Oporto, y arrancar así el tramo europeo de la gira, que le llevará por ocho ciudades españoles (12 bolos), tres francesas, una sueca y cuatro italianas. Eso de momento. Y recomenzar de nuevo, como en ese blues hipnótico vagando por el Mississippi, sintiéndose como un extraño al que nadie ve, porque apenas nos mira de frente reclinado sobre el piano, con el que adorna sus legendarios fraseos y se adentra en solos que suenan como mantras, aunque nunca igual, pues ya sabemos que el genio de Dylan reside en no interpretar nunca una canción del mismo modo.
Esta noche, por ejemplo, no ha soplado la armónica ni una sola vez. En Lisboa, dos noches atrás, lo hizo tres veces. Artista de intuiciones y epifanías, que sin embargo domina las cábalas del blues como un matemático de la música, el directo es su piedra filosofal, creando esa tensión tan particular en el escenario, aunque sus míticas grabaciones puedan indicar lo contrario.
[Bob Dylan enciende en Madrid la mecha de una de sus giras más largas]
La primera parada en Madrid no quedará documentada gráficamente, aunque con certeza el audio trascenderá. Circulan miles de grabaciones de sus conciertos: la lista se remonta a 1958. Es de lejos el artista más pirateado y por algo será. Glorioso y antológico para unos, decepcionante para los que esperaban recreaciones en vivo de sus temas favoritos , la noche de este miércoles es cuanto menos una moción a todos los ensayos de obituarios que los periódicos llevan conservando en sus neveras… ¿Cuánto tiempo? ¿Desde el accidente de moto en 1966? ¿Desde que se entregó a Cristo en los 80? ¿Desde la parada respiratoria de 1997 que casi le sentó a la izquierda de Elvis Presley? Incluso en sus peores noches (y la de este miércoles no ha sido una de ellas, más bien al contrario, como sí fue la de Alcalá de Henares en 2004), siempre hay una grandeza en el bardo de Minnesota. Artista de extremos, la mediocridad no entra en su glosario.
Por más que haya sobrevivido a múltiples vidas, esta que concierne a su último álbum, Rough and Rowdy Ways, transitando por las sendas ásperas y ruidosas de un mundo pospandémico, se resiste en sus entrelíneas a sonar como una elegía funeraria. Todavía sigue tratando de llegar al cielo antes de que cierren la puerta, que tantas veces ha golpeado, pero no esta noche ni la siguiente. Su voz es firme, asombrosamente firme y sin fallas, entregando las palabras con una dicción infrecuente en el Dylan del siglo XXI.
Suena mejor que la de hace cuatro, ocho o 25 años, cuando su Never Ending Tour también recaló por Madrid. Desde aquella primera cita en el estadio de Vallecas, 1984, este ha sido el undécimo de sus conciertos en “las montañas de Madrid”. Mañana será el duodécimo, y luego a Granada, Sevilla, Alicante, Huesca, San Sebastián, Logroño… hasta “la costa de Barcelona”. Si hay que pronosticar por lo visto y escuchado hoy, aún tiene depósito para al menos mil y una noches sobre el escenario.
Desde su presencia casi espectral, aunque lejos de ser un fantasma, ha vuelto a trascender esta noche la militancia del trovador para armar un concierto que, como siempre ha sido en él, discurre sobre el subtexto de una historia. Hemos escuchado un relato de sonidos que acarician, amasan y auscultan el rythm & blues en conjunción con el jazz moderado, que se adentran desnudos, prácticamente con lo mínimo (dos guitarras, una batería, un bajo, una mandolina y el piano), en el corazón de la música americana, en sus fragancias precisas y compactas, donde nunca escuchamos un acorde equivocado y los cambios de ritmo se amoldan a las inflexiones y la voluntad del maestro.
Confiado como nunca en una voz que ya no es de pegamento, sino de madera añeja y cruda, arranca varios temas prácticamente a capella, sin sostén instrumental, y luego la magnífica banda que rodea a Dylan en el escenario de iluminación minimalista (pero sin alumbrar los rostros, siempre en tinieblas), con el violín y la mandolina eléctrica de Donnie Herron proyectando ecos insondables, surca por el caudaloso cancionero como el río que observa el cantante en el primer clásico de la noche: Watching the River Flow. El río es Bob Dylan. Y esta noche lo hemos visto fluir.
Desde la posición del espectador, el viaje en el tiempo confluye con la impagable sensación de volver a asistir a un concierto para los que quieren ver y escuchar y no tik-tokear, con la visión completa del escenario sin las malditas lucecitas deslumbrando el horizonte frente a nuestra mirada. Y así, fluyendo como el río, la banda ataca con otro de los pocos clásicos que se concederá, Most Likely You Go Your Way (and I’ll Go Mine), rasgando la acidez de la letra hasta hacerla casi irreconocible respecto a la grabación de 1965, adelgazando y estirando la voz como una signo de interrogación que yo no espera respuesta.
Y hasta aquí llegó el prólogo que nos hizo entrar en sintonía, a modo de prueba de sonido y como declaración de intenciones. Yo a lo mío, tú a lo tuyo. Quizá recordaba al oyente que ambos viven en mundos distintos. El suyo es lo que le concierne desde que regresó a los escenarios tras la cuarentena, en Milwaukee, Wisconsin, 2 de noviembre de 2021. Este es el concierto 117 desde entonces. Todos con prácticamente el mismo repertorio. Interpretará nueve de los 10 temas de su último, colosal, tenebroso disco. No era una noche para nostálgicos.
Se hizo de noche y la lluvia que amenazó con arruinar la velada escampó por completo y más allá de la música el silencio sólo lo interrumpían los aplausos entre tema y tema. Dylan dijo "Thank you!" como cuatro veces, para que luego digan de su legendaria antipatía. Así que el espectáculo que se quiere vintage y vindica su leyenda, hay que concebirlo en verdad como un viaje a lo desconocido en los universos musicales del autor de Time Out of Mind.
Desde aquel escalofriante cover de los Grateful Dead Friend Of The Devil, le he escuchado 86 temas distintos (y muchos más repetidos, pero siempre diferentes) en las múltiples veces que le he visto en directo desde 1999. Al término del concierto de hoy ya son 95. Ingenuo de mí, pensé hace un cuarto de siglo que sería la última oportunidad de verle en carne y hueso. Pero como cantaba en My Back Pages, pareciera que era mucho mayor entonces. El concierto de hoy ha sido de los más sorprendentes por muchos motivos: la impecable voz, el minimalismo musical, el repertorio nuevo, la ubicación con su calidad sonora, la lluvia que cesó, la relevancia del relato.
Los temas que no pertenecen al ahora, los que arrastran tantas nostalgias y llevan tantas historias dentro como cada uno de los 2.500 espectadores congregados en el Botánico, Dylan y su banda hacen todo lo posible para que suenen con el sonido de Rough and Rowdy Ways, que no es áspero y ruidoso, más bien cálido y envolvente, como en la soberbia versión y muy cambiada de When I Paint My Mastepiece, el primer tema en convocar algún que otro éxtasis entre el público, o I’ll Be Your Baby Tonight, sometida a dos velocidades, dos intensidades que nos entregan la cara y cruz, la leyenda y el hombre, de su pieza, digamos, más erótica.
Lo que ha dicho, lo que ha cantado esta noche se lo sigue creyendo. Es lo que importa en realidad. Se sigue creyendo que tenemos que servir a Dios o al Diablo (You Gotta Serve Somebody), aunque sea con unos arreglos que no hacen especialmente memorable el clásico que propulsó su trienio cristiano. Uno se convence de que le quedan varias vidas por delante cuando declina con transparencia cada palabra de la hermosa I’ve Made Up My Mind To Give Myself To You, o en ese tramo, mediado el show, en el que Black Rider, My Own Version of You y Crossing The Rubicon nos recuerdan que el poeta no necesita ningún premio sueco a su literatura para conmovernos con la intención de sus versos.
Conjurando a Buddy Holly -quien, ha contado Dylan, le miró directamente a los ojos desde el escenario cuando era un adolescente y a los dos días murió en un accidente de avión-, entonó su propia versión del Not Fade Away como un alquimista del rock & roll, girando y girando sobre sí mismo con un carraspeo de ultratumba que negocia con la dulzura. Dylan expresa así su dominio de la escena. Y para entonces su alma nos invade. El relato de 90 minutos empieza a adquirir su profundo sentido cerca del desenlace. Se atreve con la celestial Key West”, el limbo al que ha destinado sus huesos en el último trabajo de estudio, dándose cita en el panteón de Ginsberg, Corso y Keruoac, “el lugar donde quieres estar si buscas la inmortalidad”. Y qué más puede pedir un hombre que ser inmortal en vida, como de hecho ya lo es.
Elegía al 'bluesman'
Entonces, tras presentar a su banda, canta su feroz elegía al bluesman que dio paso, como un eslabón imprescindible, a la cosmogonía eléctrica del rock, de los Grateful Dead a los Rolling Stones, de Clapton a Ray Vaughan, de Presley a Bob Dylan, ese hombre que está ahí frente a nosotros pero que no está, en la tiniebla, que sólo permite que proyectemos el mito. Goodbye Jimmy Reed. Se acerca el final. Y no son por supuesto fuegos artificiales, ni juegos de luces, ni retro proyecciones en pantallas gigantes. El espectáculo, sobra decirlo, es el reino de las sombras de un grupo de músicos que se presenta sobrio, a tamaño real, sobre el escenario de cuatro luces anaranjadas y un telón azul a sus espaldas, valiéndose de su música, completamente desnuda, sin añadidos. Todo lo que les basta y les sobra.
El regalo de despedida es impagable. Por primera vez le escucho en directo Every Grain of Sand, de inagotable belleza por más veces que la escuchemos, de infinita complejidad en su estructura simple y poética, donde dice que ve la mano de Dios “en cada hoja que tiembla”, donde canta “con la voz moribunda dentro mí extendiéndose en algún lugar”.
Y lo último que uno hubiera deseado escuchar al pensar que ya no volveré a tenerle frente a frente, hubiera sido ese escalofriante solo de armónica que nunca quieres que acabe, porque entonces todo habrá terminado, mientras una gota palpita en el reverso de la mirada. Pero no hay armónica. No esta noche. Mañana quizá. Se apaga el tema y cinco siluetas saludan sin dilación, para retirarse sin más expectativa. Cada grano de arena tiene su función. Como cada gota de agua. Nada ha sobrado esta noche. Ni siquiera la lluvia.