Durante décadas, casi toda la música popular hecha en España vivió de espaldas a la tradición. Miraba hacia el extranjero mientras el folclore de las distintas regiones de la península y de las islas, de enorme riqueza y variedad, quedaba arrinconado dentro del redil de la etnomusicología o de las fiestas locales. Pero ha pasado mucho tiempo y las nuevas generaciones de compositores e intérpretes ya no arrastran prejuicios. En un mundo globalizado donde la música de consumo masivo ha tendido a la homogeneización, las músicas de raíz aportan, paradójicamente, frescura a la vez que sacan brillo a las identidades culturales, y están volviendo a brotar como una fuente inagotable de ritmos, melodías, instrumentación y letras que incorporar a la creación actual. Es lo que algunos llaman revolución trad o agitación folclórica.
Músicos como Los Hermanos Cubero, Rodrigo Cuevas, Maria Arnal y Marcel Bagés, María Rodés, Fetén Fetén o Sílvia Pérez Cruz beben de esa fuente en distinta medida, no con un enfoque historicista sino contemporáneo, mezclando la tradición de aquí con la de otros lugares, con otros géneros y usando nuevas herramientas de producción. De esta manera han ido conquistando a un público cada vez más amplio que nunca se había acercado a la música folclórica. Voces de cantareiras mezcladas con ritmos electrónicos, jotas con sabor a bluegrass o viejas canciones sefarditas a capela. Todas las combinaciones son posibles y bien acogidas si están bien hechas.
El festival La Mar de Músicas de Cartagena, que arranca este viernes, dedica el grueso de su programación de este año a esta nueva corriente. Además de los mencionados, por sus escenarios pasarán, hasta el 24 de julio, María José Llergo, Califato ¾, Baiuca, Tanxugueiras, Tarta Relena, el provocador proyecto Fuerza Nueva de Los Planetas y Niño de Elche o Raül Refree, uno de los músicos y productores más ligados a esta reinterpretación contemporánea de las músicas de raíz, a través de sus colaboraciones con los citados Rodrigo Cuevas y Sílvia Pérez Cruz y con Rosalía, que ha logrado con el flamenco algo similar, salvando las distancias en cuanto a géneros y grado de repercusión.
“Durante muchos años la música folclórica ha tenido encima la losa del franquismo y de lo que fueron los Coros y Danzas de la Sección Femenina de la Falange. Aquello fue un intento de homogeneización de la música folclórica, querían recuperar un repertorio que no era real sino una interpretación acorde con lo que ellos pensaban que debía ser esa música”, señala Enrique Ruiz Cubero, la mitad del dúo Los Hermanos Cubero. “Pero a un chaval de 20 años todo eso le resbala, se acerca a estas músicas con una visión más abierta y no condicionada. Eso ha hecho que la música folk y tradicional haya conseguido quitarse esa costra de caspa”.
Los Cubero están entre los más veteranos de esta nueva ola. Comenzaron su trayectoria hace 11 años, cuando ganaron el Premio Europeo de Folklore Agapito Marazuela. Se inspiran en la música típica de su Alcarria natal: jotas, seguidillas y romances, pero con un estilo cercano al bluegrass y el country, uniendo así las tradiciones de dos orillas alejadas pero con puntos de conexión que en su propuesta parecen evidentes. La fusión surgió en ellos de manera natural: “De pequeños escuchábamos folclore en casa y en las fiestas de los pueblos, y en la radio programas de música country como Toma uno —que aún se sigue emitiendo en Radio 3, con Manolo Fernández al frente— y el que hacía Luis Cuevas. Nosotros aprendimos a tocar escuchando ambas músicas”.
Además de cantar, Enrique toca la guitarra y Roberto la mandolina, en lugar de la dulzaina típica de la música alcarreña. “Tenemos constancia de que en algunas rondas durante una época se puso de moda la mandolina, pero la que toca Roberto no es la tradicional, sino la americana, que es un invento de los años 20, y la toca al estilo de Bill Monroe”, aclara Enrique.
Los últimos dos discos de Los Hermanos Cubero, lanzados de manera simultánea en febrero de este año, miran hacia el pasado y hacia el presente. Uno es Proyecto Toribio, una selección e interpretación al cancionero de Toribio del Olmo, un agricultor y violinista nacido en 1917 en Algora, Guadalajara, que tocaba en la ronda de su pueblo. A partir de grabaciones de campo de la época, han seleccionado y reinterpretado diez de las piezas que él solía tocar. El otro álbum, con canciones propias, se titula Errantes telúricos y confirma el predicamento que los Cubero han alcanzado más allá de la música folk con una variada lista de invitados que incluye a Christina Rosenvinge, Josele Santiago, Carmen París, Nacho Vegas o Amaia.
Una música viva
Para esta nueva hornada de artistas, la música tradicional no es un objeto de museo ni un mosquito conservado en ámbar, sino algo vivo. “La música tradicional nunca dejó de evolucionar. Se iba adaptando a nuevas modas, a nuevos ritmos, a nuevos instrumentos. Siempre ha sido muy abierta. Por ejemplo, las habaneras, los valses y las mazurcas se hicieron superpopulares cuando llegaron aquí”, afirma Rodrigo Cuevas, uno de los artistas más interesantes y rompedores de este movimiento.
“Antiguamente se montaba un baile con una lata de pimentón y unas cucharas, con sartenes, con lo que se tenía a mano. Yo lo que tengo a mano hoy son sintetizadores y un ordenador”, explica el asturiano, que visitará La Mar de Músicas con su espectáculo Trópico de Covadonga, en el que canta las canciones de su disco Manual de cortejo junto a otros cuatro músicos. Teclados, sintetizadores, vocoder, acordeón, contrabajo y percusiones orgánicas y electrónicas arropan su reinterpretación y puesta en escena de “canciones de siega, de ronda y de taberna”.
Su propuesta es transgresora en lo musical, pero lo es aun más en lo escénico. Lo rural, lo queer, lo folclórico y lo cabaretero se dan la mano para construir una estética potente y sensual. “En los espectáculos antiguos de Coros y Danzas de España, la música tradicional dejó de ser algo vivo y popular para convertirse en una cosa de escenario. Ahora corremos el riesgo de que nos pase lo mismo. Quienes nos inspiramos en la música tradicional debemos tener mucho cuidado, porque la lectura que se haga dentro de veinte años puede ser muy mala. La clave es que quede claro que no intentamos reproducir esa música, sino que nos inspiramos en ella”.
El enfoque ideológico de Cuevas contrasta también con el conservadurismo de la época en que fueron compuestas las tonadas que canta. “El folclore a menudo describe una sociedad antigua, opresiva y con unos valores muy machistas. A mí me gusta usar esas músicas y esos cantes para transmitir otra historia, hablar de inquietudes que tengo, de problemas sociales y provocar”.
Llevar las músicas tradicionales a escenarios donde suelen mostrarse otros géneros y ante públicos no iniciados contribuye sin duda a su divulgación, pero lo más importante de todo este revival de músicas tradicionales es “que se siga cantando y bailando en las casas, en las cocinas”, opina Cuevas. “Quienes hacemos este tipo de música nos aprovechamos del legado anónimo de la humanidad para crear nuestra propia obra, pero si solo sucediese eso no serviría de nada. Esta música tiene que estar presente en los espacios de ocio, que tenga un componente lúdico”, añade.
Aunque Cuevas tocó la gaita de pequeño, después se formó como pianista clásico, hasta que con veintitantos años se interesó por el folclore a raíz de un congreso de etnomusicología al que asistió en Palma de Mallorca. “Escuché la música vocal tradicional de Mallorca, que es increíble, y aquello fue una revelación”. Por aquella época vivía en Galicia y empezó a juntarse con mujeres de los pueblos de alrededor que cantaban y tocaban la pandereta. “Pasaba mucho tiempo con ellas y ahí aprendí muchísimo sobre este tipo de músicas”, recuerda.
El folclore balear también fue una revelación y una fuente de inspiración para el dúo catalán Tarta Relena, formado por Marta Torrella y Helena Ros, amigas de la infancia que llegaron a este tipo de músicas cantando en coros. “A los 18 años estuvimos un tiempo tocando en plazas, haciendo versiones de los Beatles, de Coldplay… Pero nos dimos cuenta de que los instrumentos nos molestaban más que nos ayudaban, así que decidimos volver a centrarnos en la música vocal, que es lo que mejor se nos da”, explica Ros. Hoy su propuesta se basa en el canto a capela de música folclórica mediterránea, desde Menorca a Creta y Grecia, así como canciones sefardíes y música religiosa y de palacio que en algunos casos se remonta a la Edad Media. Todo ello acompañado ocasionalmente por pinceladas de electrónica.
En La Mar de Músicas cantarán las canciones de su siguiente disco, Fiat Lux, que verá la luz en septiembre. En él la producción cobra más peso, con más texturas y más ritmos electrónicos. “Esta vez hemos querido romper esa pureza vocal para ganar punch”, explica Ros.
“No hay un afán muy divulgativo en lo que hacemos. Cuando descubrimos estas piezas a menudo nos enamoramos de ellas y nos vemos empujadas a versionarlas. Creo que no es necesario que nosotras recuperemos nada, porque si han llegado hasta nosotras es que no necesitan ser rescatadas”, señala la cantante.
En la nueva conexión del público joven con este tipo de propuestas, Ros considera que, además de lo musical influyen los escenarios elegidos para cantar, el diseño gráfico del álbum o la estética de las fotos promocionales. “No tenemos claro a quién dirigirnos pero sí cómo queremos que se nos escuche. No es lo mismo una iglesia o un auditorio que una sala de conciertos underground. Nosotras hemos estado experimentando para descubrir en qué sitios estamos más cómodas. Seguramente en un conservatorio no nos querrían, pero en otros ambientes encajamos muy bien, como un festival al aire libre entre las viñas o en una iglesia como parte de un festival de propuestas experimentales”.
La escena gallega
Regresamos al noroeste peninsular para hablar con dos artistas gallegos que también bucean en el folclore con dos propuestas de gran contundencia sonora. Uno de ellos es Alejandro Guillán, alias Baiuca, que está haciendo con la música de su tierra lo que Nicola Cruz o Chancha Via Circuito han hecho al otro lado del Atlántico con la cumbia y la música andina: una mezcla potente y elegante de electrónica y sonidos tradicionales que liga a la perfección.
La otra es Sabela Maneiro, del trío Tanxugueiras. Su propuesta es más directamente folclórica pero con la pegada de una producción que además de instrumentos melódicos y de percusión tradicionales también incorpora recursos electrónicos, especialmente en las frecuencias graves. Sabela y su hermana gemela Olaia se han pasado la vida cantando juntas en casa, y a ellas se unió Aida Tarrío. Acaban de lanzar un nuevo single, Figa, pero en La Mar de Músicas interpretarán su último disco de larga duración, Contrapunto.
“En Galicia la música tradicional está muy presente y se mama desde pequeño, mucho más que en otros lugares de la Península Ibérica. Goza de muy buena salud”, afirma Guillán. Como Cuevas, tocó la gaita de pequeño y escuchaba música tradicional en casa, pero después transitó por otros géneros hasta que reconectó con ella. Su proyecto Baiuca floreció cuando vivía en Madrid. Aunque ya se fue para allá cargado con una colección de música tradicional con la idea de sacar samples, la morriña terminó de darle un empujón al proyecto. Ahora vive en Barcelona, aunque no comparte la idea generalizada de que es obligatorio vivir en una gran ciudad para sacar adelante una carrera musical.
Como Baiuca, Guillán se apoya principalmente en ritmos electrónicos de baile que combina con voces de mujeres, tan presentes en la tradición gallega. Su último trabajo, Embruxo, es un disco conceptual que, como su título indica, gira en torno al fondo mágico y espiritual de la cultura gallega. “Todo lo que hago son retos. Al principio esto surgió porque quería ver si era capaz de hacer esta mezcla de música electrónica y tradicional y en ese camino empezó a aparecer el propósito de conectar la música tradicional con la gente joven. No surge del afán de rescatar algo olvidado porque no lo está, pero sí es cierto que las reinterpretaciones que se hacían hace unos años se inclinaron tanto hacia la música celta que la gente joven desconectó de ella”, explica el músico y productor.
Precisamente, Maneiro cuenta entre risas la sorpresa, además de admiración, que Tanxugueiras suscitó en su primera actuación en Escocia. “Aunque compartimos una raíz celta, la raíz ibérica de la música tradicional es muy potente. Allí interpretan el folk con una voz muy fina y melódica, y el público flipó cuando nos vio a las tres cantando a pecho abierto y tocando la pandereta”. Con respecto a la desconexión de los jóvenes de la música tradicional gallega, opina: “Nosotras teníamos dos opciones: seguir haciendo música tradicional pura —aunque la música tradicional nunca es pura, porque cambia continuamente— o tratar de conectar con la gente de nuestra generación. Nosotras escuchamos todo tipo de música, ahora mismo nuestra mayor ídola es Nathy Peluso, por la fuerza que tiene y el mensaje de empoderamiento que transmite. Teníamos que hablar el mismo idioma y los mismos códigos, y así empezamos a arreglar los temas con un estilo más urbano, sin dejar de lado nuestra base de música tradicional”.
Regreso a la España vaciada
Esta nueva ola de música folclórica ha coincidido en el tiempo con un interés creciente por el entorno rural, con el éxodo hacia el campo y con el debate sobre la España vaciada. ¿Es pura casualidad, o cultura, demografía y sociopolítica van de la mano?
“Yo creo que todo puede tener bastante que ver”, opina Cuevas. “Hay una crisis de identidad muy grande en la sociedad. La gente está harta de la deshumanización de las grandes ciudades y está buscando un tipo de vida más amable y más armónica con el entorno. Se buscan referentes y nuevos espacios para habitar”, afirma el músico, que él mismo se instaló en un pueblo de Asturias donde cultiva sus alimentos y cuida de sus animales. “La vida en el pueblo para mí es maravillosa. Cuando eres joven en un pueblo tienes la sensación de que te estás perdiendo cosas hasta que eres soberano de tu vida y te marchas a la ciudad, pero yo hice el camino contrario y sé que no me estoy perdiendo nada, Aquí tengo la capacidad de organizar mejor mi vida, puedo hablar con gente de otras generaciones y aprender de ella, algo que en la ciudad es mucho más difícil”.
“Durante muchos años se ha visto lo urbano como sinónimo de modernidad, el que estaba en un pueblo era un paleto, y ya no se tiene tanto esa visión”, añade Enrique Cubero. "Eso hace que cambie la visión de todas las manifestaciones artísticas y también cotidianas. En los 70 ser de pueblo era una desgracia, una mácula. La gente intentaba no parecer de pueblo, y hoy ya no existe esa connotación negativa”.