El colorista montaje de Paco Mir de Galanteos en Venecia. Foto: Domingo Fernández
El teatro madrileño arranca esté sábado (10) su última temporada con Pinamonti al frente. Recupera, con un reparto vocal de altura, Galanteos en Venecia de Barbieri, una gema del repertorio que no se reponía desde el siglo XIX.
Barbieri era, desde que en 1850 había estrenado Gloria y peluca, el gran forjador de la zarzuela moderna, género en el que ya figuraba por derecho propio Jugar con fuego (1851) y figuraría enseguida Los diamantes de la corona (1854), esta última repuesta en el teatro de la calle de Jovellanos hace tan sólo unos meses. El compositor estaba convencido de la bondad de la música de estos Galanteos: "A mí me gusta esta partitura", decía, aunque reconocía, sin opinar, que el libreto de Luis Olona había sido poco apreciado. La verdad es que el texto, que recrea una acción cuajada de equívocos, conspiraciones y engaños, resulta a día de hoy excesivo y redundante, como espejo de una acción complicada y más bien banal. Los parlamentos son muy largos.
Claro que la música es muy valiosa, y eso es lo relevante. Casares, atinadamente, comenta que la composición "refleja la batalla de Barbieri contra los que lo acusaban de italianismo. Está realizada alternativamente en dos estilos: en ella se contraponen barcarolas italianas y canciones españolas". El clarividente Cotarelo, citado por el mismo autor, veía en la obra "el empeño de conseguir la exacta y feliz adaptación de la música a la letra; sobresale la elegante estructura de la frase musical realzada con ingeniosos acompañamientos maduramente pensados y escritos con la mayor naturalidad".
Naturalidad. He ahí una palabra que refleja bien el estilo limpio, el melodísmo fácil, la frescura de la inspiración, el encanto espontáneo del músico, que contribuirían, ya en 1874, a la forja de esa joya que es El barberillo de Lavapiés. Se pueden encontrar por tanto en la partitura desde las tarantelas y barcarolas hasta las canciones andaluzas; grandes coros y grandes concertati, como el magnífico del Finale del segundo de los tres actos. Hay poca paja entre los 19 números que animan la partitura y que en algún caso, por su colorismo y abigarramiento, por la época en la que se sitúa la acción, conectan con escenas de las también "venecianas" La dogaresa de Millán -contemplada en el mismo teatro hace unos meses- y con La Gioconda de Ponchielli.
Para estas representaciones se cuenta con la dirección musical del animado, animoso y diligente Cristóbal Soler, que sabe entender por lo común el característico lenguaje de este tipo de obras, que han de moverse, sobre un fondo de severo control rítmico, con gran flexibilidad y aparente espontaneidad, a lo largo de un discurso que nunca ha de perder su progresión. Paco Mir, que se ha hecho ya un nombre en este tipo de espectáculos, por la gracia que imprime a sus visiones escénicas, es el regista.
Hay que reconocer que el equipo vocal es de altos vuelos, de lo mejor que se puede encontrar hoy por aquí. Aparece encabezado por el buen barítono -sólido, homogéneo, de excelente pasta- que es José Antonio López, sobrio fraseador. A su lado, en las partes principales, un tenor claro y penetrante, Carlos Cosías, una soprano lírico-ligera de luminoso timbre y arte muy medido, Sonia de Munck, y una mezzo de bellos reflejos y muy segura emisión, Cristina Faus.