Daniel Bareboim. Foto: Javier del Real.
El año pasado celebró el 60 aniversario de su debut como pianista. Tenía entonces 7 años y fama de niño prodigio. Hoy, cerca ya de los 70, el músico argentino tiene las constantes de la curiosidad intactas. El martes inicia en Valencia una gira con parada en Madrid y Valladolid en calidad de director de la Orquesta de Castilla y León o sentado al piano a propósito de Schubert.
Daniel Barenboim (Buenos Aires, 1942) recala en España después de haber liderado una gira con la Staatskapelle de Berlín en Abu Dhabi, Viena y París. La diferencia es que la tournée transpirenaica la realiza exclusivamente como pianista. Primero en Valencia, tanto en solitario -Schubert, 15 de febrero- como a las órdenes de su alumno Yaron Traub (17 y 18). Más tarde (20 de febrero) recala en el Auditorio Nacional de Madrid (Ibermúsica) a propósito de las sonatas de Schubert, mientras que el 22 interviene como mediador entre el maestro Dale Clavenger y las huestes de la Orquesta de Castilla y León (conciertos para piano de Liszt). Es una prueba de que el prodigio argentino-israelí-español (tres pasaportes en regla, amén del palestino) necesita el contacto físico con la música, una demostración de su ubicuidad y una prueba de su reputación cosmopolita.
-Acaba de llegar de Abu Dhabi. ¿Tiene la impresión de que se está abriendo en el Golfo una nueva brecha para la música clásica?
-No soy partidario de las generalizaciones. Es una zona muy amplia, con distintas sensibilidades y con diferentes proyectos. No hay una sola voz. Ni siquiera los emiratos son iguales entre sí. Abu Dhabi se está interesando mucho. La prueba está en que se ha puesto en pie una magnífica serie de conciertos. Omán, por ejemplo, tiene dos orquestas. Creo que el caso más interesante es el de Qatar. Sobre todo porque la prioridad de aquel país es la educación, la base, la enseñanza. No existe la tentación del show ni de la megalomanía.
Una ventana a la esperanza
-Hace un año y medio se concedió usted una aventura valiente e insólita. Dirigió la Orquesta Sinfónica de El Cairo. Creó polémica que un director de orquesta judío e israelí se pusiera frente a la joya de la música egipcia. ¿Percibió entonces que podría producirse la revolución a la que estamos asistiendo?
-Sería muy arrogante y petulante decir que sí. Ponerme a declarar ahora: ya lo había dicho yo. No, no es cierto. Lo que sí es verdad es que las autocracias de ciertos países eran insostenibles. No podían perpetuarse, ni tampoco se podía acallar el malestar y la sumisión de tantas personas. Estoy muy preocupado. También me indigna la premeditada ceguera de Estados Unidos, de Israel, de Europa. Unos y otros dieron por buenos ciertos regímenes totalitarios porque garantizaban una especie de tapón respecto a la seguridad. No hay diferencia entre Egipto y Arabia Saudí, o entre Jordania y Marruecos. Le ha convenido a la diplomacia internacional la existencia de ciertos dictadores. Pero se ha subestimado que esos mismos dictadores no le convenían a los súbditos de unos y otros países.
-Israel se apresuró a apoyar a Mubarak. ¿Le ha sorprendido semejante lealtad al agónico presidente egipcio?
-La reacción de Israel da razones a los extremismos. Me refiero a que la crisis de El Cairo ha servido para demostrar, según esa mentalidad extremista, que Egipto no era un aliado fiable y que es inútil cualquier acuerdo o alianza con un país árabe. El otro extremismo es el islámico, según el cual, el apoyo de Israel a Mubarak significaría que existe una complicidad intolerable. Israel tiene una oportunidad ahora. Tiene la responsabilidad de llegar a un acuerdo de convivencia con el pueblo palestino. Tiene la ocasión de adelantarse y de ser aceptado como un país respetado en la región que ocupa. La convivencia es el único camino. De otro modo, la hipotética victoria de un frente islámico en Egipto convertiría a Israel en enemigo total, y viceversa. Desgraciadamente, el problema medioriental está mal planteado desde su origen.
-¿No concede usted un cierto margen al optimismo? El efecto contagio podría abrir una cierta expectativa democrática. También rompería el cliché geopolítico en virtud del cual el mundo árabe y el islamismo radical son una especie de compañeros de viaje.
-En primer lugar no creo que pueda hablarse de un efecto dominó. Puede ser que los sucesos de Túnez alertaran a los vecinos de otros países, pero el problema fundamental radica en las insostenibles condiciones de vida. Egipto es un caso evidente de país con recursos mal gobernado y convertido en estado autocrático. La cuestión de la democracia también es delicada. Me refiero a que Estados Unidos y sus aliados occidentales airean ahora su fundamentalismo democrático con toda la hipocresía. Y digo hipocresía porque esos mismos países que hablan ahora de democracia son los que han alentado y protegido durante mucho tiempo a los líderes magrebíes o mediorientales que son objeto del clamor ciudadano. No hace falta hablar de democracia. Se trata de mejorar las condiciones de vida, de terminar con la miseria, con la corrupción. La gente aspira a vivir un poco mejor, de modo que la arrogancia con que le aconsejamos nuestras democracias demuestra una incomprensión total del problema.
-¿No se siente también usted un poco incomprendido o solo en este desgaste quijotesco?
-Sí, me siento solo. Pero hay un refrán español que me gusta y que viene a cuento: mejor estar solo que mal acompañado.
Valencia como talismán
-Hablemos de España, de su gira, de sus conciertos.
-Me hacen mucha ilusión. Va a ser un gustazo [sic] poder tocar a las órdenes de mis asistentes musicales en Berlín. Me refiero a Yaron Traub y a Omer Wellber [dirigió a Barenboim en París el 1 de marzo], sin olvidar que Dale Clavenger tocaba la trompa en la Sinfónica de Chicago cuando yo estuve allí, y siempre lo he recomendado como director de orquesta.
-Nos interesa en particular su opinión sobre Omer Wellber, heredero de Lorin Maazel en el Palau de les Arts.
-Es un músico de mucho talento, con una virtud principal: la seriedad. Y, además, pienso que Valencia le va a traer suerte. A mí me la trajo, desde luego. Mi debut en España fue en Valencia en 1958. Y no me han ido mal las cosas desde entonces.
-¿Qué queda del Barenboim juvenil?
-Como de tantos otros, de mí se dijo que yo era un niño prodigio. Ahora, cerca de los 70 años, del niño prodigio no queda el prodigio, sino el niño.
-No sea usted tan modesto. Habrá otras explicaciones.
-Le diré las dos que yo creo más importantes. Y ambas son mérito de mis padres. Me refiero, por un lado, a la constitución física, a la naturaleza. He tenido una excelente salud, me han respetado las enfermedades. La otra razón ha sido la curiosidad. Nunca la he perdido. Creo que ha sido el motor de todos estos años.
-También ha sido usted un maestro en sortear la rutina.
-La rutina no está en la música, sino en la debilidad humana. No puede haber rutina en la música porque es un acto efímero e irrepetible. La música muere cada vez. No hay manera de resucitarla.
-Y usted necesita "tocarla", físicamente, queremos decir.
-La razón por la que toco el piano es precisamente porque yo no podría vivir sin esa experiencia. Dirigir no me la proporciona. Necesito tocar la música.