25 años sin María Callas
María Callas. Foto: M. de Biasi
El 16 de septiembre se conmemora el veinticinco aniversario de la muerte de María Callas, una de las mayores referencias de la historia lírica del siglo XX, convertida en mito incomprendido en las últimas etapas de su atribulada vida. La leyenda se ha transmitido a través de las grabaciones, que se resisten a bajar de las listas de superventas. El Cultural se une a las celebraciones con un análisis de su aportación al belcanto y un artículo del maestro Georges Prêtre que tan bien la conoció y junto con quien compartió su época parisina y numerosas giras.
Esa voz peculiar, ese estilo concentrado, ese hondo desgarro, esa búsqueda de los pliegues psicológicos de sus heroínas, nos la muestran, pese a su breve carrera, y así queda para la historia, como una artista impar e irrepetible. Si hay un calificativo que pueda definir la voz de Callas es el de la múltiple. No de otra forma ha de describirse un instrumento de tantas luces, de tan numerosas aristas, de tan variadas tonalidades. Era el suyo un instrumento amplio, extenso, desigual, de enorme vibración y proyección. Entubamientos, sonoridades veladas, graves abiertos y frecuentemente desgarrados, notas ásperas, durezas en la primera octava, eran empleadas con un genio indiscutible en un lento proceso de maduración expresiva que conducía a sellar con arte superior las vivencias, sentimientos y situaciones anímicas de sus personajes.
Sólida técnica
En los ascensos a la octava alta, de pronto esos sonidos desagradables, esos ataques virulentos e híspidos se hacían suavísimos, acariciadores, envolventes y cálidos. La técnica, muy sólida y exacta, el apoyo, soberbiamente regulado, permitían la escalada a una zona aguda vibrátil y vibrante, en la que el timbre tomaba caracteres de campana de cristal, en donde la amplitud de la onda se hacía corpuscular. Las nudosidades primitivas dejaban el paso a un caudal fluido, líquido, desbordante, como muy bien precisaba Lauri-Volpi. A partir de mediados de los cincuenta es cierto que la tersura, a veces inmaculada, de la emisión se fue perdiendo paulativamente y las notas más altas comenzaron a adquirir una pátina de estridencia y un vibrato que indudablemente afeaban la línea de canto, en todo caso y hasta el momento de la retirada de una límpidez innegable.
La pluralidad de su arte daba para todo, en la línea de las antiguas sopranos absolutas, que reunían las características de las sfogato y de las limitato; Es curioso apreciar de qué manera la soprano griega se plegaba a cada parte, cómo adecuaba su técnica -pacientemente aprendida con Elvira de Hidalgo- y su expresividad a las distintas vetas de sus personajes. Sorprende siempre la habilidad para, en virtud de una milagrosa dosificación del aliento y de un prodigioso mecanismo de regulación de intensidades, lograr distintos tipos de timbres, para pasar de lo dramático a lo lírico y viceversa, para combinar ambas facetas dentro de una misma ópera. He ahí el secreto de su Violetta, en la que era capaz de reunir en una las tres sopranos que requería Verdi; de producir sonoridades aéreas, de realizar una impecable coloratura en el primer acto, establecer el tono conversacional pedido en el segundo y entregarse a la muerte, con una concentración dramática excepcional, en el tercero.
Admira todavía, al escuchar sus antiguas grabaciones, el colorido juvenil de su Adina, la claridad tímbrica que despliega, la ternura de los acentos en la histórica interpretación de La Scala dirigida por Bernstein.
Lírico-dramática
Subyuga la línea de canto desarrollada en lo que puede considerarse un papel para una lírico-dramática coloratura, como Leonora de Trovador, en donde refulge ese especial sentido para el uso del portamento, que se torna sutilísimo en su acercamiento a Norma, uno de sus más grandes personajes, en el que obtenía una irrepetible mezcla de clasicismo y helenismo trágico. Sin exagerar los acentos, aunque, eso sí, dotando al discurso de un patetismo nunca conocido con anterioridad y del que más tarde han participado, o han intentado participar, sucesoras como Leyla Gencer, Joan Sutherland o Montserrat Caballé.
La soprano dominaba los registros del canto di sbalzo -súbitos saltos interválicos- (ejemplo clásico es su interpretación de la verdiana Abigaile de Nabucco), del trino, de las más variadas agilidades, de la messa di voce -célebre es su "Enzo, come ti amo" de La gioconda-. Sus escalas cromáticas eran ejemplares -Norma y Lucia nos ilustran al respecto-, al igual que sus ataques a plena voz y, en particular, sus filados, sus voces apagadas y etéreas -que más tarde perfeccionaría Caballé-. Una cantante capaz de ofrecer una imagen vívida, de un dramatismo impresionante, como la que ofrecía de Medea de Cherubini o como la que, en paralelo, brindaba de la turbia Lady Macbeth, y, prácticamente al tiempo, la que mostraba, llena de angélica pero consistente ternura, de Gilda, era sin duda una cantante, una artista fuera de serie, que difícilmente se volverá a encontrar.
Sublime fluidez
por Georges Prêtre
Pese a que fuera requerido tanto por sus admiradores como por empresarios operísticos de la época, María nunca cantó encima de un escenario el papel de Carmen. Le sucedía igual que con Mimí de La bohème, papel que por personalidad y cualidades vocales, no sentía como suyo. Pero registró ambas. Dirigí la única grabación en la que se puede vislumbrar la Carmen que hubiera sido. Fue en 1964, con la Orquesta de la ópera de París. Cantó en un bello francés, dando vida a la vital gitana con una fuerte, desafiante y obsesiva caracterización. Fue un triunfo, hizo su Carmen. Allí radica la grandeza de María, el alma que otorgaba a sus personajes. Era única, puede ser que exista alguna artista en la historia del canto con una voz más bella que la suya, pero lo tenía todo, la personalidad, el arte, la musicalidad. Era una artista global. Tenía la virtud de hacer el personaje de forma muy sencilla, nada provocado ni afectado, interpretaba tal como estaba escrito, y el personaje fluía sin obstáculos. Su Tosca, por ejemplo, tenía algo que es muy difícil de aprender o intentar emular: su presencia vocal y escénica, no sólo la voz. Medea, Norma... he trabajado con muchas grandes, pero ella tenía esa prestancia, ese dramatismo.
Cuidaba de forma extraordinaria los matices vocales que sabía conjugar a la perfección con lo gestual. Era feliz en el escenario, lo necesitaba para vivir. Quizás tuviera que convivir con voces más bellas como las de Tebaldi o Milanov, pero ninguna poseía la coloratura de María que le permitió afrontar los papeles de Bellini y Donizetti como ella lo hizo. Decía que para ser digna de lo que el público esperaba de ella era necesario ser sublime.Y ella lo fue.