Se comía el mundo aquella muchacha que iba en el asiento de atrás de un coche descapotable por las calles madrileñas en Las chicas de la Cruz Roja. Se le llenaba la boca llamando ¡puta! entre dientes a Amparo, la sirvienta que había conquistado al rico indiano con el que ya no podría emparentar, al final de Tormento, de Pedro Olea. Transmitía un hálito de esperanza, pese a todo, la corista Paca en su relación con un huido político, mientras tenía que someterse al estraperlista de posguerra que la chantajeaba en el Pim, pam, pum... fuego creado por el propio Olea y Rafael Azcona. Personajes muy distintos, prácticamente opuestos, solo unidos por la personalidad y el magistral registro interpretativo de Concha Velasco.
Resulta imposible trazar en su caso una necrológica convencional, con sus habituales dosis de tristeza, nostalgia y duelo. Porque Concha Velasco era pura vitalidad, fuego en su mirada y su cuerpo, a lo largo de sus casi setenta años de prolífica carrera profesional. Ella era la personificación de la artista hecha a sí misma, autodidacta, con una energía a prueba de bomba con tal de triunfar en el mundo del espectáculo. Nacida en una familia muy humilde, desde que se iniciase de corista en la compañía de Celia Gámez hasta su consideración como una de las más grandes actrices españolas, su trabajo recorrió un arco de excelencia muy difícil de explicar con la simple lógica.
Que aquella simpática intérprete de comedias de parejas tan típicas del cine español de los 50 y los 60, la “chica yé-yé” de Historias de la Televisión con la que lograría una inmensa popularidad o la acompañante de Manolo Escobar en tantos títulos para lucimiento del cantante, sería capaz años después de llegar al enérgico misticismo de Teresa de Jesús en la inolvidable serie de Josefina Molina, o a la mirada de frío y pobreza de la cálida prostituta de La colmena, o al desgarro sexual de un París-Tombuctú donde cumplía su sueño de ser dirigida por Berlanga, supone uno de los mayores misterios de nuestro cine. Pocas veces habremos asistido a una metamorfosis así de intensa y reveladora, que se extendía al teatro, el musical o la televisión.
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Fue justamente el teatro donde se dio el punto de cesura de una Concha Velasco harta de repetir similares papeles de chica alegre, divertida o enamorada. Intentó cambiar de registro con Los gallos de la madrugada, de su entonces pareja José Luis Sáenz de Heredia, pero la tempestuosa acogida que recibió en el Festival de San Sebastián de 1971 por haber sustituido a la prohibida Canciones para después de una guerra, le impidió que ese intento fructificase. Pero sí lo lograría ese mismo año con la obra de Buero Vallejo Llegada de los dioses, donde compartía cartel con Juan Diego y que la erigió en casi un símbolo de la lucha cultural contra el franquismo. No solo por su sorprendente labor en el escenario, sino por convertirse en adalid de la reivindicación por el descanso semanal, negado a los intérpretes, pero conseguido –además de otras exigencias laborales– tras la famosa “huelga de actores” de 1975, ya en confrontación directa con el Régimen.
El teatro venía siendo un sustento fundamental para Concha Velasco, como lo demostraba sus éxitos en Abelardo y Eloísa, Filomena Marturano, Yo me bajo en la próxima, ¿y usted? o Buenas noches, madre, igual que seguiría haciéndolo con diversas obras de Antonio Gala, habitualmente dirigidas por José Carlos Plaza. Pero también a partir de las citadas Tormento y Pim, pam, pum… fuego, de 1974 y 1975, o, de la misma época, Las bodas de Blanca, la arriesgada película de Francisco Regueiro, y la incomprendida Libertad provisional, dirigida por Roberto Bodegas sobre el único guion original escrito por Juan Marsé, se abrían ante ella nuevas posibilidades en el cine, con papeles dramáticos que iba dominando progresivamente. Se había convertido en una actriz muy respetada y valorada por la profesión y por la crítica, no porque antes no lo fuese, pero en un terreno de comedia popular, siempre menos estimada que los géneros “serios”. Quizá este tránsito pueda ejemplificarse en el sucesivo cambio de Conchita a Concha, según era mencionada en los títulos de crédito.
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Fueron llegando los reconocimientos, como el Premio a la Mejor Actriz de la Semana de Valladolid de 1985 por su espléndida labor, junto a Paco Rabal y Victoria Abril, en La hora bruja, de Jaime de Armiñán, pórtico del homenaje que le dedicó este Festival en su edición siguiente, para la que Fernando Méndez-Leite escribió el primer libro dedicado a ella; o la nominación a los Goya por su inteligente encarnación de Pastora en Esquilache, de Josefina Molina. Junto a Pedro Olea, con quien, ya en 1996, también destacaría en Más allá del jardín (de nuevo, sería nominada a los Goya), ella fue la cineasta con la que mejor se entendió y, a estas alturas, todos tenían “in mente” su impresionante desempeño en Teresa de Jesús, a un nivel que posiblemente ninguna otra actriz habría igualado. E incluso, lo mismo que Lola Herrera, recibió el homenaje de su Valladolid natal, al colocar una placa en la fachada del principal teatro de la ciudad, el Calderón, con su nombre y la frase “Mamá, quiero ser artista”, que tanto la caracterizó.
Y que tituló un musical autobiográfico con la que triunfó por toda España en 1986, lo contrario que su versión de Hello, Dolly!, un fracaso que la arruinó en 2001, derrumbe económico en el que también intervinieron familiares muy cercanos. Junto a esos musicales, el teatro fue en las últimas décadas el balón de oxígeno de Concha Velasco, así como la televisión, que le ofreció abundantes dosis de trabajo aunque a menudo no a la altura de lo que merecía, por más que siempre defendió sus papeles con la máxima dignidad.
Se nos ha ido Concha Velasco, y con ella una parte fundamental del mejor cine español. No ha habido, ni posiblemente habrá, una actriz de tal vitalidad, de una capacidad de entusiasmo que transmitía a sus directores y compañeros y, sobre todo, de esa fuerza de transformación que nos llevan a hablar de las, por fortuna, mil y una Concha Velasco.