Rodrigo García (Buenos Aires, 1964) es otro artista que le ha dado la espalda al guirigay urbano y se ha radicado en una aldea de Asturias cuyos habitantes se pueden contar con los dedos una mano. La ‘deslocalización’ obedece al agotamiento tras la gestión del Centro Dramático Nacional de Montpellier, puesto que le obligaba a ‘estar siempre al día’, y la sensación de irrealidad que le causan las grandes ciudades como Madrid.



Aquí desembarcó en 1986. Poco después, botó la compañía La Carnicería Teatro, a la que imprimió su poética brutal e irreverente y su imaginación desbocada. Fue uno de los más punzantes agitadores de una ya de por sí agitada vida cultural en la capital.

García sigue señalando paradojas y evidenciando asombros. Un material que recolecta al asomarse, con distancia maravillada, a una sociedad que maneja, por ejemplo, herramientas digitales para el ligoteo como Tinder. Y por ahí, por ese ámbito impúdico y materialista, se adentra en su última obra, Cristo está en Tinder, que estrena en La Abadía este jueves.



Pregunta. ¿Cuál es ese Cristo que está en Tinder?



Respuesta. Me gustaría responderle: “el que está en todas partes”, pero estaría ofreciendo pistas falsas sobre la obra, que no va de Cristo sino sobre las nuevas formas que hemos encontrado para malvivir.



P. ¿Google es el Gran Hermano definitivo?



R. Google, chatGPT… son herramientas y, como tales, dependen de quien las use. Cada uno les da una dimensión ética. Pueden ser útiles incluso para nuestro crecimiento espiritual.



P. ¿A un hombre nacido en 1964 qué reflexiones le inspira esa ‘promiscuidad’ tinderiana?



R. Se trata de una forma diferente de seducción previa al apareamiento, una seducción digital sin el menor romanticismo, cosa muy positiva. Piense que los viejos como yo a veces hasta fantaseábamos con la posibilidad de enamorarnos luego de un ligue a la antigua, en un garito nocturno, por ejemplo. Me da la impresión que ese lado soñador Tinder lo anula ya (envíame una foto de tu polla, etc.). Me gusta ser espectador de una sociedad que normaliza conductas descarnadas.



P. Tengo entendido que va muy poco al teatro en la actualidad. ¿Por qué?



R. Vi mucho cuando me tocó dirigir el Centro Dramático Nacional de Montpellier, era parte de mi trabajo. Luego me tomé un creo que comprensible respiro.



P. Eso sí, no deja de escribirlo.



R. Es como tener vacas, poner ladrillos o formar una familia: una ocupación. Si no nos inventamos ocupaciones, es difícil sobrevivir. Yo me busqué una que me gusta.



P. ¿Cómo recuerda aquel Madrid de los 90 en el que empezó a hacerse un nombre en la escena española?



R. Madrid hoy me resulta un esperpento. Por favor, no me ponga esta frase en el titular. Viví en esta ciudad desde inicios de 1986. Si empiezo a contar maravillas de aquel Madrid que conocí no va a tener espacio. Pero Madrid no tiene la culpa de nada, toda ciudad con algún interés turístico ha pasado por la misma transformación al punto que uno hasta puede confundirse de ciudad, todo está decorado igual. Viví veinte años aquí pero ahora me siento extranjero en la ciudad que más quiero y conozco (después de Florencia, otra ciudad pervertida).



P. ¿El turismo es un Atila contemporáneo?



R. A veces, veo a los turistas y me cuesta entender de qué disfrutan. Ir al Prado corriendo… Ahora que me hace usted caer en la nostalgia le diré que en una época la entrada al Prado era libre para los españoles y yo pasaba casi todos los días para ir a trabajar por allí. Entonces, en vez de tirar por el Paseo del Prado, me metía al museo y me detenía en un cuadro o dos y seguía camino, así cada día. O sea, que lo habré visitado un millón de veces, cuadro a cuadro. Ahora hay vuelos baratos y alojamientos turísticos por todas partes y un deseo desenfrenado por consumir viajes. Mucha gente se atiborra de viajes como de pasteles. No sé si le encontrarán sabor al asunto. Todo esto me gusta mucho, yo no soy nostálgico, me encanta el presente aunque no consiga participar del todo.

P. Aquellos tiempos, vistos en retrospectiva, parece que eran más libres. ¿Cómo se maneja entre los corsés de la corrección política de ahora?

R. Me hago responsable de mi libertad y asunto zanjado. Yo pienso y hablo como me sale, soy tan ingenuo que me digo: ¿cómo puede molestar a alguien que me exprese con claridad y cierta transparencia? Aunque sabemos que toda conducta nuestra, hasta los actos más loables, será percibida por alguien como incorrecta. Hay personas que necesitan sentirse atacadas, así se encienden y se sienten vivos. Es raro ya que se trata de un estado de irritación y al menos a mí me resultaría imposible vivir en tal estado. Nuestros políticos nos dan el ejemplo. Si algo del bando contrario no les gusta, lo tachan de peligroso. Me parece bien. Todo me parece muy bien. Porque yo observo y tomo notas, y me divierte.



P. Fue curioso la que se lio en Polonia con Gólgota picnic, sobre todo por el contraste con lo que ocurrió en España, donde la estrenó sin más. ¿Qué impresión le dejó aquello?



R. Esa obra hizo gira por muchos países y las reacciones fueron inesperadas. En Brasil pensaba que habría problemas pero no pasó nada. En París, resulta que se liaba cada noche un dispositivo policial alrededor del teatro igual que en los partidos de futbol de alto riesgo. A veces, llegaban autobuses de otras ciudades y bajaban a rezar de rodillas frente al teatro al tiempo que se hacía la obra dentro. Era invierno y vi que llevaban niños. Niños de rodillas en invierno frente a un teatro. La experiencia de Poznan fue difícil porque yo era el curador de una parte de un gran festival y la organización cedió ante las amenazas y cancelaron la obra. O sea, se representaron las de los artistas que programé pero no la mía. El periódico de mayor tirada en Polonia publicó el texto íntegro y centenares de personas salían a las plazas y lo leían en voz alta, una performance improvisada.



P. Vive en un pueblo de Asturias. ¿Ha esquivado deliberadamente las grandes ciudades?



R. Si a mis treinta años me dicen que dos décadas más tarde estaría viviendo en una aldea con no más de cinco vecinos en medio de monte y rodeado de caballos, vacas y corzos, me habría dado la risa. Y mire, aquí estoy. Tengo coche y me gusta conducir. Suelo viajar por ahí aparte de por compromisos de trabajo. Entonces la cosa se compensa.



P. La experiencia como director de teatro en Francia le da una visión fundamentada para contrastar las políticas culturales galas con las de España. ¿En dónde estriba la mayor distancia entre ambas?



R. En la voluntad política, desde luego. En Francia se creó un complejo y rico entramado de teatros nacionales. Eso se le escapó a Felipe González. Tenía tanto por hacer que se le olvidó. Lo sorprendente es que así y todo España dio y sigue dando creadoras y creadores de la escena impresionantes.