Saint-Saëns (París, 1835-1921), a quien a veces y durante décadas se ha considerado un músico menor, puede calificarse como un clásico. Y en tal sentido, un predecesor del llamado neoclasicismo del primer tercio del siglo XX, el de Stravisnki y el Grupo de los Seis. Naturalmente, con la distancia del tiempo y desde los presupuestos de un artista conservador, un heredero, por ejemplo, de Gounod (cuyo talento no se cansaba de elogiar) y una vía abierta hacia Fauré, a quien tuvo como discípulo y de cuyos planteamientos nada quería saber; y menos de los más avanzados de Debussy o Ravel. En todo caso, en Saint-Saëns se daban a partes iguales rigor, claridad arquitectónica, lógica en los desarrollos y economía de medios.
El músico se constituyó, además, en un superador del italianismo rampante y en un liquidador en cierto modo del desaforado romanticismo de Berlioz, con el que, no obstante, mantenía puntos de contacto. Era un ecléctico –término que hoy ha adquirido un sentido más bien peyorativo–, defensor de la elegancia, de la sobriedad del gesto, de la precisión de los términos. Como señala Dutronc, se la juzgue o no nefasta, “su acción era indispensable”. Aunque, como también frecuentemente se ha destacado, la llama de la inspiración arrebatada huyera de él y no conociera ni la generosidad ni la confidencia.
Liquidador del romanticismo de Berlioz, Liszt fue su protector y responsable del estreno de su ópera más conocida, Sansón y Dalila
Pero su preparación lo iluminaba. Sabía que, después de todo, la música es movimiento. El ritmo, el refinado contrapunto y la dinámica han de estar por encima del sentimiento y la emoción, decía. Algo que no lo hacía simpático para muchos. Decía también: “No existe la calidad de las ideas; lo que prevalece es la manera en la que estas se construyen, se desarrollan y alternan”. En la perfección académica, en la impoluta elegancia formal reside pues el secreto de su arte frío y luminoso, correcto, falto de concentración. Pero siempre formal, tímbrica, melódica e instrumentalmente atractivo e incluso, en muchas ocasiones,
sugerente gracias al empleo de las más diversas técnicas y de recurrir en ocasiones a procedimientos exóticos, como el
del empleo de la escala pentatónica.
Como apuntaba Romain Rolland, la sustancia del pensamiento musical de don Camilo estaba formada con la médula de los grandes clásicos de fines del XVIII. Liszt fue su protector y el responsable de que, por ejemplo, su ópera más conocida y exitosa, Sansón y Dalila, pudiera estrenarse. Siempre lo reconoció y lo admiraba por su claridad de pensamiento y su actitud abierta, libre de todo prejuicio. Es curioso que lo situara enfrente del “enfático” Brahms. Recordaba el compositor francés cómo el autor de Los preludios se había ofrecido, “sin la menor vacilación”, para representar en Weimar su ópera “sin querer oír ni una sola nota”.
El catálogo de nuestro compositor es enorme (alrededor de 500 obras), con música de todos los géneros, tamaños, extensiones e instrumentaciones; y siempre edificadas sobre una base firme y definida, con independencia de su mayor o menor densidad, pretensiones y género. Un artista que estaba a todo y que tenía una facilidad portentosa para adaptarse a cualquier estilo; y a cualquier clima. En Canarias estuvo varias veces y allí fue festejado repetidamente. Correspondió con varias composiciones. Enfrente del Teatro Pérez Galdós se levantó hace años una estatua conmemorativa.