El Teatro Real es territorio Britten. Es indiscutible. La mayoría de sus directores artísticos han incluido óperas suyas en sus programaciones, convirtiéndolo en una presencia recurrente desde su reapertura de 1997. Peter Grimes, de hecho, ya estuvo en aquella temporada inaugural de su nueva era. Luego vinieron El pequeño deshollinador, El sueño de una noche verano, Otra vuelta de tuerca, La violación de Lucrecia… Joan Matabosch ha continuado la apuesta por el compositor británico, figura clave en el campo operístico durante el siglo XX. En los últimos siete años, correspondientes a su mandato, el coliseo madrileño ha acogido Muerte en Venecia, Gloriana y Billy Budd. Esta, basada en la novela de Hermann Melville, es la que más impacto internacional ha tenido, gracias al Opera Award que recibió en 2018. Sus artífices, Deborah Warner al frente de la escena e Ivor Bolton gobernando el foso, han sido emparejados de nuevo por Matabosch para regresar a Britten. Y al mar. Esta vez al que baña la costa de Suffolk, en Inglaterra, que es donde transcurre Peter Grimes, una tragedia con ecos shakespereanos que, casi un cuarto de siglo después, subirá de nuevo al escenario del Real (lunes 19 de abril).
Britten, natural de una villa pesquera de esa zona (Lowestoft), experimentó una especie de reminiscencia proustiana durante su estancia en Estados Unidos en 1941. No fue el sabor de una magdalena lo que activó la evocación de su tierra sino la lectura del poema The Borough de George Crabbe. El título opera como nombre ficticio que encubre a Aldeburgh, el pueblo natal de Crabbe. Britten se había comprado en este una humilde casa en 1937. Allí vivió su amor a contracorriente con el tenor Peter Pears hasta su muerte, en 1976. Por aquellos parajes encarados con el Mar del Norte ha estado viajando Deborah Warner en busca de inspiración. Para ella, nacida en Oxford, no era un territorio desconocido. Su pasión por Britten (Peter Grimes será la cuarta ópera suya que dirige) le ha llevado a frecuentarlo en los últimos años. “Es un lugar que impacta. No he visto nada igual”, señala a El Cultural.
Pobreza sin postal
Warner, una de las registas más prestigiosas de Reino Unido, con un currículo bien pertrechado de piezas shakespereanas, reconstruye uno de esos pueblecitos marineros, con su aspecto deprimido actual: las casas desvencijadas, la ropa humilde de sus moradores... Aun siendo contemporánea, es una visión coherente con la de Crabbe y Britten. “Ambos retratan una comunidad embrutecida y depauperada”, advierte Warner, que a continuación justifica su decisión de traer la trama al presente: “Era fundamental para mí que esa pobreza no tuviera el barniz sentimental que supone a veces mirar una época pasada. No quería suavizar la cruda situación que atraviesa hoy. La escenografía recrea las viviendas, la línea del horizonte, el muro marítimo, las playas de guijarros… Hemos reflejado de alguna manera esa realidad pero a la vez le damos un aire abstracto y, creo, tiene también un gran potencial poético”.
En ese contexto emerge Peter Grimes, pescador bajo la sospecha de sus convecinos, que creen que asesinó a su joven aprendiz. En el Real lo encarnará Alan Clayton, uno de los tenores británicos de mayor pegada, que ya demostró hace seis años en Madrid su frescura y expresividad en la Alcina de David Alden. Le corresponde aportar al personaje cierta ambigüedad que descoloca al público. Aunque Britten, respecto a Crabbe, lo perfiló más bien como una víctima de un entorno hostil donde la libertad del individuo está encajonada en un compartimento moral demasiado estrecho.
“Como Shakespeare, Britten se adentra en el alma de sus personajes y deja cierto grado de ambigüedad”. Deborah Warner
Con este giro de tuerca, Britten, que hacía su primera incursión operística propiamente dicha tras su opereta Paul Bunyan, establecía así un vínculo de identidad con Grimes. Como él, vivía cercado por una sociedad que lo miraba como a un intruso excéntrico, una amenaza para sus tradiciones y su credo. Su pacifismo (en mitad de la II Guerra Mundial) y su homosexualidad le ponían en el centro de la diana. “La angustia del outsider, uno de los temas brittenianos por excelencia, está en el epicentro de esta historia”, apunta Warner, regista que se caracteriza por aplicar sobre sus actores/cantantes un método de dirección inductivo: no acude a los ensayos con premisas generales fijadas de antemano en su mente sino con vocación de descubrir, provocando ‘iluminaciones’ en sus elencos sobre los mecanismos emocionales y morales que mueven a los personajes.
En esto último Britten contribuye a aclarar no sólo con el libreto (aquí le marcó mucho la pauta a Montagu Slater, su autor, con el que tuvo algunas tensiones) sino con su música. “El uso de los motivos es crucial. Es un recurso habitual en muchos compositores, no es original suyo, claro, pero Britten lo aplica de una manera insistente, que hace que cale en la memoria. Con ello consigue tallar un tableau con su unidad estilística e hilvanar la narración”, aclara Bolton, director musical del Teatro Real desde 2015 y, amén de su admirable polivalencia con el repertorio, un especialista en la obra lírica de su compatriota: son ocho las óperas brittenianas que ha dirigido, incluida la propia Peter Grimes, que ya acometió en Dresde.
Todas las caras del mar
En ese patchwork motívico que teje Britten, los interludios son particularmente relevantes, en lo psíquico y lo ambiental. “Estaban pensados para cubrir los cambios de escenas pero los aprovecha también para darnos información del estado mental de Grimes y reflejar las distintas caras del mar. La positiva, como sustento básico para una población que vive de sus riquezas. Y la negativa: como peligro constante para la fragilidad de sus precarias casas, que pueden ser derribadas por un temporal en cualquier momento”, explica Bolton al teléfono desde su despacho en el Real, advirtiendo además un detalle importante: que cuatro de estos seis interludios cobraron vida propia al margen de la ópera y son interpretados como piezas orquestales independientes. Bolton, además, afirma que el que da paso al tercer acto, que alude a un mar en calma iluminado por la luz de la luna, “es una de las piezas más evocadoras del siglo XX”.
El otro ingrediente musical determinante es el coro, porque simboliza la némesis colectiva con la que topa el individuo que lucha por romper el molde social y avanzar en la vida conforme a sus criterios y creencias. Peter Grimes lo intenta con su ruda y obstinada introversión, violenta por instantes, trabajando durante jornadas interminables en pos de un futuro mejor. Pero en ese pulso tiene todas las de perder. “El coro va evolucionando. Al principio nos ofrece una estampa bucólica, la de los pescadores atareados con sus faenas cotidianas o congregados en la iglesia rezando, luego los vemos en el pub divirtiéndose y al final asoma su faz oscura, de muchedumbre despiadada e hipócrita. Es algo que aterroriza”, explica el maestro inglés, que sobre todo destaca la capacidad de Britten para reforzar los significados de la trama mediante la partitura, una imbricación a su juicio bordada en Peter Grimes a pesar de la bisoñez lírica del autor del War Requiem. El público y la crítica apreciaron estas cualidades ya en su peculiar estreno el 7 de junio de 1945 en el Sadler’s Wells Theatre de Londres, sólo un mes después del final de la II Guerra Mundial, con Pears metido en la piel del fiero pescador. Peter Grimes cosechó un gran éxito, erigiendo a Britten como el gran mesías de la lírica británica, anclada en una suerte de limbo desde las glorias conquistadas por Purcell tres siglos antes.
“Britten muestra con interludios las distintas caras del mar. son de las obras más evocadoras del siglo XX”. Ivor Bolton
Eran tiempos de júbilo para los ingleses tras la pesadilla. Aunque, la verdad, el final, que no es precisamente un happy end, no se acompasaba con esa euforia general. La tragedia y la muerte se imponen. Queda el regusto amargo de ver que la persona que no se sujeta al canon circundante está abocado a un desenlace amargo. Era el mensaje que quería lanzar Britten, que dejó constancia de sus miedos al radicarse de nuevo en su país. “Particularmente ahora –dijo– , cuando existe una gran tendencia a la comunicación de masas y a que la gente piense casi lo mismo de las cosas [si levantara la cabeza…], estoy interesado en quienes no piensan lo mismo. Muchas de las grandes cosas del mundo tienen su origen en el intruso, el perro solitario, y ese perro solitario o intruso no siempre es atractivo. Esto es lo que intento retratar en Peter Grimes”.
De la ternura a la ira
Deborah Warner encuentra concomitancias con Shakespeare en sus maneras de levantar universos y cincelar personajes: “Ambos son creadores artísticos que se adentran en lo más profundo de las almas de sus criaturas, rechazando emitir juicios y dejando cierto grado de ambigüedad flotando en la atmósfera”. Peter Grimes, de hecho, se mueve entre la ternura y los raptos de ira. El entorno que le rodea acaba incentivando esta segunda vertiente de su carácter, palideciendo, por desgracia, la primera, en la que se asentaba sus esperanzas de casarse con la maestra viuda Ellen Orford (la soprano Maria Bengtsson en el Real).
A pesar de esa tonalidad lúgubre que va adquiriendo la historia, la gente que pudo acercarse a aquellas primeras funciones londinenses fue testigo de un “espectáculo tremendamente poderoso”, como precisa Bolton. Insuflaba nervio para recomponer una sociedad hecha trizas y, acaso, aportaba su pequeña piedra en la construcción de un mundo más integrador y menos inquisitivo. Arte y civilidad en alianza unísona.