El jazz, como señala el crítico Ted Gioia, ha sido siempre una música de mezcla continua. “Impuro de nacimiento, el jazz lo fue cada vez más en su evolución”, explica en su Historia del jazz (Turner). De modo que etiquetar a Chick Corea en el jazz fusión puede resultar una tarea tan imprecisa como melancólica. Otra cosa es que nos encontremos a finales de los sesenta, cuando el pianista estadounidense publica o interviene en Tons for Joan’s Bones, Inner Space, Now He Sings, Now He Sobs, Is, Sundance, Filles de Kilimanjaro y Bitches Brew (los dos últimos de Miles Davis), un abrevadero musical en el que se estaban centrifugando ritmos del pasado (la resaca del bebop aún era fuerte) con la energía del rock naciente que prendía por todos los rincones del planeta.
Como quiera que el legado de Davis era, aún lo es, extremadamente alargado, rápidamente los vástagos que se criaron musicalmente en sus ubres doradas empezaron a caminar por su cuenta. En los setenta Corea formó Return to Forever, John McLaughlin Mahavishnu Orchestra y Wayne Shorter y Joe Zawinul hicieron lo propio con Weather Report. Sí, el jazz fusión empezaba a tomar forma por mucho que ese concepto no hiciera más que confirmar la genética que corría por las venas de los ritmos y de sus intérpretes, seguramente inoculada por la generación anterior. Chick Corea formó parte de ese exclusivo grupo que comenzó a escribir un nuevo capítulo del jazz (¿fusión?).
Con grupos como Return to Forever, Origin y Circle, Corea puso sobre el escenarios nuevos ritmos y compases
La búsqueda de nuevos ritmos le llevaría al universo latino. Su piano limpio era capaz de llegar poco a poco a un público más amplio, se escapaba sin remedio de los neblinosos clubs para abrir las puertas de otros locales más heterodoxos. Para respirar ese aire creó Circle, grupo con el que firmaría seis álbumes, entre ellos Circulus y Early Circle, pero sobre todo bruñiría su nueva arma rítmica con la mencionada formación Return to Forever, desde la que lanzó, entre otros, No Mystery y Romantic Warrior con el bajo y la guitarra de Stanley Clarke y Al Di Meola, dos instrumentistas virtuosos, como los califica Gioia, que podían igualar a Corea a la hora de compaginar contextos eléctricos y acústicos y crear una atractiva combinación de jazz, pop-rock y sonidos brasileños y latinos: “Corea sentía una especial predilección por incorporar estos elementos a sus composiciones, como certificó el éxito generalizado de sus piezas La Fiesta y Spain”.
Toda esta inercia, acumulada con horas de investigación, le llevaría también al modelo de trío asociándose con veteranos como el baterista Roy Haynes y el bajista Miroslav Vitous, un guiño a sus inicios. La Chick Corea Elektric Band y la Akoustic Band le tuvieron entretenido durante las décadas posteriores. Se hará fuerte con el bajista John Patitucci y el batería Dave Weckl en álbumes como Light Years o Beneath the Mask. En el grupo Origin, con el que colaboraría con el bajista israelí Avishai Cohen, daría forma a discos como Change.
La fusión, la mezcla, la contaminación de compases procedentes de otras culturas, era un camino sin retorno que le propició el encuentro con España, con el flamenco, con Paco de Lucía (amor artístico a primera vista que quedó plasmado en antológicos directos y en álbumes como Zyryab, que el genio de Algeciras pubicó en 1990), con la Spanish Heart Band de Jorge Pardo, con las colaboraciones con Carles Benavent (Touchstone, Again and Again…) y Tino Di Geraldo (trío fusión que ha consolidado el flamenco en los escenarios del jazz) y con los festivales de jazz de nuestra geografía, a los que asistía con una puntualidad como mínimo anual. Si Dylan enchufó la guitarra, Chick Corea enchufó su piano a aficionados que de no ser por él jamás se hubiesen acercado a este tipo de música. Y elevó a nuevas cotas (más altas, más rápidas, más fuertes) el arte de la improvisación. Ha muerto un grande al que no le hubiese gustado ser calificado como leyenda. La difusión del jazz, el de entonces y el de ahora, estaba en sus manos. Y seguirá estándolo.