La edición pasada del Festival Temporada Alta un público compuesto en su mayor parte por programadores y periodistas pudo asistir al concierto de El Niño de Elche tras la función de Génesis, 6, 6-7, de Angélica Liddell. El cantante exflamenco decía con guasa que estaba muy bien ese orden: tras ver a Liddell era imposible ya escandalizarse o molestarse con sus heterodoxias. Algo de razón tenía. Pocos sabían entonces que ambos se juntarían en la escena al año siguiente. La convergencia ha podido 'degustarse' este fin de semana en el festival catalán. El Niño de Elche tiene una presencia protagónica en Una costilla sobre la mesa. Madre, el último trabajo de la actriz, directora y dramaturga catalana. Fue todo un espectáculo contemplarle berreando como un cerdo degollado por un matarife durante casi un cuarto de hora.

También lo fue ver a la Liddell en combinación negra y sentada en una silla de enea, muy lorquiana ella, expresar una jaculatoria fúnebre a la muerte de su madre, que falleció el año pasado. En esta obra escenifica el duelo. Lo hace viajando a las raíces extremeñas de su progenitora. La estética del vestuario estaba inspirada en rituales folclóricos de esta región. Al igual que su enésima exhibición de martirio sobre las tablas: esta vez, tras ser atada a un madero sobre sus hombros en directo, aparecía como un empalao de la Semana Santa de Valverde de la Vera, pueblo situado en el noroeste de Cáceres.

En Una costilla sobre la mesa aflora su relación conflictiva con su madre. Contra ella profiere reproches terribles (“¡Ojalá hubiera muerto en tu vientre!, grita”). Poesía que extrae de un pozo de aguas turbias, de un alma torturada y rabiosa. Su fraseo conmueve y repele a un tiempo. Liddell vuelve a mostrar su animalidad escénica, torrencial, abisal, y permite esclarecer un poco de dónde manan sus imprecaciones contra la maternidad, caballo de batalla recurrente en su airada dramaturgia. Pero en el reverso del odio está el amor visceral hacia la madre, y el desvalimiento infantil al que aboca la pérdida del tótem protector.

La muerte ha tenido mucho protagonismo este fin de semana en Gerona. Àlex Rigola también ha presentado un trabajo luctuoso, Este país no descubierto que no deja volver de sus fronteras a ninguno de sus viajeros (título extraído de Hamlet) . Llevaba ya un tiempo queriendo hacer algo sobre este tema. Entonces, hará un año, la actriz Alba Pujol le contó que su padre, Josep Pujol, catedrático de Historia e Instituciones Económicas en la UAB, padecía cáncer de pulmón y que su vida se estaba agotando. Rigola se reunió durante tres meses con ambos. Largas entrevistas en las que hablaron sobre lo divino y lo humano. Reflexiones generales sobre el devenir sociopolítico de nuestro mundo combinadas con las vicisitudes íntimas de la relación paternofilial. El director catalán pensaba en un principio que esos encuentros serían parte de un proyecto más amplio. Pero luego quedó enganchado por el poder de esta historia concreta. Y no se salió de ella. Lo que iba a ser una aproximación más intelectual, con poso filosófico existencialista, se ha quedado en una pieza camerística y emotiva, con Alba interpretándose a sí misma en su dolor y Pep Cruz encarnando la socarronería irónica y lúcida de su padre.

Pep Cruz y Alba Pujol en 'Aquest país...'

Rigola opta por la máxima simplicidad en la puesta en escena, eludiendo cualquier estilización del duelo y ‘amenizando’ la dureza de la pérdida mediante píldoras humorísticas con el sello de Eugenio. Hay una vocación social de nuevo en esta aportación, como ya la había en Macho Men. Un intento de ayudar desde el teatro a los que sufren. Pujol (Cruz) y su hija nos dan una lección de muerte: cómo afrontarla sin resistencias estériles y con dosis extremas de ternura. Particularmente instructivo también resulta el vídeo de un médico que lleva 20 años acompañando a enfermos sentenciados. Su consejo es dejarnos llevar porque la muerte sobreviene de una manera más sencilla de lo que parece en un principio. Todo está bien organizado porque habitamos un cosmos, no un caos. Pujol recela de esta teoría, pero comprende que lo dejarse llevar no es mala idea, sobre todo arropado en los abrazos de Alba.

Y si consideramos el orgasmo como la petit morte (así se concibe en ciertas teorías psiquiátricas), Kultur no se saldría de la temática propuesta por Liddell y Rigola. Hay que reconocerle cierta valentía a El Conde de Torrefiel para afrontar, en toda su crudeza, uno asunto sociológico central en nuestra época: el porno, que, consumido masivamente en internet (las estadísticas son brutales), podría verse también como la muerte del sentimiento en el sexo. O como el soma de una sociedad alienada. O sea, otra espita por la que liberar la presión del malestar general y evitar así propuestas colectivas de subversión. Sus consecuencias en generaciones nativas en lo digital son desastrosas: millones de jóvenes (y no tan jóvenes) confundidos y acomplejados. Muchos apuntan que la eclosión de las Manadas tiene bastante que ver con el gran atracón pornográfico propiciado por la Red. Kultur evidencia hasta qué punto está incrustado en nuestra conciencia contemporánea. Lo refleja con un realismo de frialdad quirúrgica. Es muy certera la representación de la experiencia a través de la pantalla, que ofrecen sin remilgos ni subterfugios: dos actores porno  consuman todas las prácticas habituales en ese registro audiovisual. El texto que escucha el público en los cascos que se le entregan a la entrada suena algo ampuloso por momentos y queda la sensación de que el atrevimiento artístico no termina de sacarle toda la sustancia a la cuestión planteada.

Y la directora brasileña Christiane Jatahy, una de las sensaciones en nuestros escenarios en los últimos años  y habitual en Gerona, presentó O agora que demora, donde parte de la Odisea de Homero para asomarnos al drama de la migración. Son diversos focos de tensión donde pone su cámara (buena parte de la representación se sostiene en la proyecciones en una gran pantalla, fundiendo así los códigos escénicos y cinematográficos). Viajamos con ella a Jenin (Palestina), a campos de refugiados en Libia y Grecia, a Johannesburgo, a la Amazonia y a Río de Janeiro. En estos dos últimos lugares Jatahy desvela también su trauma familiar: su padre, disidente contra la dictadura militar de Brasil, acabó desapareciendo en misteriosas circunstancias. En la pantalla y en las tablas emergen varios jóvenes de diversas nacionalidades que ha cruzado fronteras y padecido el recelo de las comunidades a las que han arribado. Cada uno porta su odisea a cuestas. Algunos, como Yara, refugiada Siria recuerdan que a pesar de todo todavía les queda una carta por jugar: son personas que, al menos, tendrán que morir dos veces.

@albertoojeda77