Antonio Garrigues Walker (Madrid, 1934) se empapó de la Generación del 27 a través de su padre, frecuentador de la Residencia de Estudiantes y amigo de algunos de sus componentes. Luego él también entabló amistad con Pepín Bello, la figura amalgamadora de toda esa constelación de talentos desbordados. Con él hizo un viaje a Venecia que, según recuerda, “dio mucho de sí”. Le contó muchos detalles de Rafael Alberti, Damaso Alonso e ilustre compañía. Información de primera mano que le permitió vislumbrar sus diversas personalidads. Bello, en aquellos plácidos periplos en góndola, le destacó una por encima del resto: la de Federico García Lorca. De ahí procede la admiración del jurista por el poeta granadino, que tiene leído de cabo a rabo y al que acaba de dedicar su última pieza teatral, Canto último de Federico García Lorca.
La obra se asienta sobre un pícaro y sugerente diálogo entre dos personajes: la Actriz y el Actor. Este último remite al escritor vilmente ejecutado en el 36. Es un ser espectral que nos habla desde un limbo de difusos contornos. “Intento evocar su personalidad, que nunca ha muerto. A Lorca lo encontramos por todo el mundo. Aunque lo mataron, es imposible que muera”, señala Garrigues. Es precisamente lo que le apunta la actriz insistentemente en su conversación: “Ud., niño mío, no sabe morirse”. En efecto, no lo ha hecho, como prueban los fastos lorquianos que la Comunidad de Madrid ha desplegado con motivo del centenario de su llegada a la Residencia de Estudiantes.
Pero el Lorca de Garrigues expresa, precisamente, un temor: que lo sacralicen. Es decir, que lo coloquen, con fisicidad marmórea, en una hornacina para que sus feligreses vayan a adorarlo. “De esa sacralización puede derivar algo que es peor todavía: su banalización. La consecuencia sería dejar de profundizar en él y convertirlo en una especie de trampantojo de la humanidad”, señala el dramaturgo madrileño, que desde hace varias décadas escribe indefectiblemente una obra teatral cada año, prueba de su querencia por este arte.
Confiesa Garrigues que el personaje de la actriz, que tanta cercanía muestra con el poeta, se inspira sobre todo en Nuria Espert. “Ella se esfuerza por mantenerlo vivo en los escenarios, como demostró, conmovedoramente, en el Romancero gitano que hizo en La Abadía”. Allí, Espert, guiada por la sabiduría de Lluis Pasqual, otro lorquiano irredento, ofreció una versión del poemario con una gran potencia dramatúrgica: los seres que habitan sus versos cobraban vida en su voz y su gesto. Una polifonía, ciertamente, muy teatral.
Garrigues ha preñado su Canto último… de la rica imaginería lorquiana. Ejercita una mímesis que emparenta su trabajo con el Teatro de lo imposible de El público o de La comedia sin título. “Es algo que he buscado adrede, sí”, admite Garrigues, que tiene en su haber dramático más de una sesentena de obras: “Escribir teatro ha sido mi método para equilibrarme y mantener viva mi inteligencia. Es como jugar al ajedrez”.