Arctic Monkeys en una imagen promocional

Decía el otro día la escritora Llucia Ramis en El Cultural que su generación, también la mía, es de "nostálgicos prematuros". No deja de ser curioso cómo Arctic Monkeys, una banda en la que sus miembros tienen una media de 32 años, lanza un disco como Tranquility Base Hotel & Casino, en el que apenas doce años después de su asalto a la celebridad, miran atrás sin ira para realizar un gran melodrama contemporáneo como si fueran Neil Young en su senectud. Hay quien se rasga las vestiduras y hay quien celebra la audacia como la demostración de que los "monos del ártico" no son ni han sido nunca un producto comercial al uso y de ahí precisamente su éxito. Grandioso, opulento, verborreico, medio Elton John, medio The Animals, inspirado en Dion, un olvidado cantautor neoyorquino de los 60, el nuevo disco de Arctic Monkeys tiene momentos gloriosos y otros aburridísimos, y aunque sea inevitable echar de menos la energía de álbumes como el último, AM (2013), sin ir más lejos, en realidad quizá lo que echamos de menos es que Arctic Monekys suenen más británicos.



Fue precisamente la banda de Alex Turner, el carismático frontman, quien asombró al mundo con aquel atronador debut Whatever People Say I Am, That's What I Am Not (2006), devolviendo a la gloria nacional a un país como Gran Bretaña en el que la salud de su música popular es asunto de Estado. Ellos mismos cuentan que desde el principio vieron en sus conciertos una curiosa mezcla de generaciones, los jóvenes pero también veteranos entusiasmados de que alguien recuperara las esencias. Saludados a los quince minutos como lo mejor que le había pasado a la música de las islas desde Oasis, la siempre entusiasta prensa británica aupó a los cielos a aquellos chicos muy jóvenes de Sheffield. Y no se equivocó, porque con sus más y sus menos, Favorite Worst Nightmare (2007), Humbug (2009), Suck it And See It (2011) y AM (2013), son excelentes discos en los que, efectivamente, demostraban ser