Pedro Iturralde.
Tiene Pedro Iturralde (Falces, Navarra, 1929) una memoria extraordinaria. Vierte su garganta una cascada de nombres de salas y hoteles madrileños de la época en la que, por ley, tenían que contratar en cada uno a dos orquestas para todo el año. A pesar de tantas cosas, fueron los 50 buenos tiempos para la música en directo, sobre todo en la capital. "Entonces los músicos tenían más posibilidades para vivir de su profesión. Hoy o te buscas una plaza fija en alguna orquesta o lo tienes muy difícil", explica esta leyenda viva del jazz, que a sus 86 años se enfrenta desde este jueves al sábado a tres conciertos seguidos en el club Bogui Jazz de Madrid armado con sus saxofones tenor y soprano y su clarinete. Aún mayor fue la gesta del año pasado en el Café Central, donde tocó una semana seguida en pleno agosto. "Sigo dando conciertos porque mis músicos y mi público me quieren mucho", asegura el maestro. Por algo el último disco de su cuarteto se llama Entreamigos, una grabación con composiciones de toda su carrera. Se abre, sin embargo, con Sophisticated Lady, de Duke Ellington, y acaba con Les feuilles mortes, la chanson que se convirtió en standard de jazz y con la que Iturralde suele cerrar sus conciertos. La formación que lo acompaña, mucho más joven que él, está compuesta por el pianista Mariano Díaz, que lleva con él más de 20 años, el contrabajista Richie Ferrer y el baterista César de Frías, que se incorporó hace unos meses tras la muerte de su antecesor, Carlos Carli. La música española del siglo XX le debe varios hitos importantes a Iturralde. Uno de ellos es el experimento Jazz Flamenco (1967), el disco que grabó con un jovencísimo Paco de Lucía y que dio nombre -a su pesar- a la fusión de ambos géneros. Aquella fórmula novedosa, exhibida por primera vez en el Festival de Jazz de Berlín, le valió a Iturralde el reconocimiento internacional, pero asegura el compositor que no se entendió bien en España. "Esto es algo que tengo que explicar bien. Lo que yo hice no era fusión de jazz y flamenco, porque si se unen, uno de los dos muere. De hecho yo quería llamarlo Andalucismos o algo así. Lo que hice fue darle estructura y armonía de jazz a las canciones populares andaluzas que recopiló García Lorca, como Anda Jaleo o El Café de Chinitas". Ajeno al devenir comercial de la etiqueta jazz flamenco, Iturralde ha seguido adaptando al jazz obras populares de la música española, no solo de Andalucía, sino también de Cataluña, Galicia o Asturias, en discos como Etnografías. Y también lo ha hecho con la música de otros países. Una de sus primeras composiciones importantes fue Pequeña Czarda, de inspiración húngara, y tras vivir un año en Atenas compuso la Suite Hellenique. "Esta pieza me ha dado grandes satisfacciones", dice el músico y compositor. En 1999, el Ensemble Strumentale Scaligero, del Teatro de La Scala de Milán, la incluyó en el programa de uno de sus conciertos, junto a la Rhapsody in Blue de George Gershwin y Oblivion, de Astor Piazzolla. "Me invitaron al concierto y al acabar me subieron al escenario, me presentaron al público y me pidieron que tocara algo. Toqué mi Pequeña Czarda y rematé con Les feuilles mortes. Fue impresionante escuchar los aplausos del público, en La Scala suenan como un bombardeo. Aún conservo en casa el póster de aquel concierto". El músico navarro hizo avanzar el panorama musical español también en el ámbito académico. Fue él quien, en 1973, dignificó la enseñanza reglada de saxofón solicitando al Ministerio de Educación la creación de una cátedra específica para dicho instrumento en los conservatorios superiores, pues hasta la fecha eran clarinetistas quienes daban las clases. Le hicieron caso, se presentó a la oposición y ganó la plaza. "Antes los clarinetistas odiaban el saxofón", recuerda Iturralde. Cuando decidió estudiar saxofón -se examinó por libre de toda la carrera en tan solo un año- le solían decir que era "un instrumento de negros y de payasos de circo". Iturralde quiso dedicarse a la música desde muy pequeño. Su padre, molinero de profesión, "era un músico con mucho talento y mucho gusto", pero creía que uno no podía comer de la música. Le enseñó a tocar el clarinete y el saxofón y con nueve años entró en la banda del pueblo. De ahí pasó a una orquestina de baile, "y lo que se bailaba entonces era jazz". Porque no sólo se tocaban pasodobles en las verbenas de la época, como solemos pensar los que no la vivimos. Así fue como conoció el jazz y ya nunca se separó de él, aunque reivindica una y otra vez que también es músico clásico. "Hay gente que, de hecho, me conoce por esa otra faceta. He tocado más de 40 obras con la Orquesta Nacional, ya que no hay saxofones fijos en las orquestas y cuando tienen que interpretar una obra con este instrumento tienen que contratar a alguien". Pero es historia viva del jazz lo que llena los pulmones de Iturralde. Fueron los discos de Coleman Hawkins los que le hicieron amar esta música. "Fue el primer saxo tenor que consiguió improvisar bien, con mucho peso y un sonido magnífico", asegura. A los 15 años firmó su primer contrato musical. A los 18 hizo su primera gira europea enrolado en una banda. Luego conoció Argel, Túnez, Orán, Casablanca... "Allí me habría quedado si no hubiera sido porque tenía que hacer la mili y a mi padre le daba miedo que me declarasen prófugo". Estudió con una beca en la Berklee de Boston, una de las escuelas de música más importantes del mundo, y participó en la big band que formó la institución para conmemorar el bicentenario de la independencia estadounidense. Ha compartido cartel con Miles Davis, Thelonious Monk y Sarah Vaughan, escenario con Gerry Mulligan, Donna Hightower, Donald Byrd o Tete Montoliu -junto a él, el jazzista español más importante de todos los tiempos-. Después de sus tres noches del Bogui, Iturralde tocará en diciembre en Clamores Galileo Galilei y tiene también en su agenda un bolo en Zamora. Aún le queda mucho fuelle. Lo habría perdido ya, dice, si no hubiera cerrado en 1971 el Whisky Jazz de Madrid ("el bueno, el que estaba en la calle Marqués de Villamagna"). Allí fue músico residente y director musical y trajeron a grandes músicos internacionales. "El problema es que estaba siempre lleno de humo. Fui una vez a un chequeo y me preguntó el médico si fumaba mucho. Era peor que un fumador pasivo, porque al tocar respiro por la boca". Se desintoxicó cuando se mudó del barrio de la Concepción a Puerta de Hierro. Se compró una bicicleta, "la que nunca me habían podido regalar los reyes porque éramos pobres" y se hacía todos los días veintitantos kilómetros por la carretera del Pardo. Ahora pedalea en su bici estática y mantiene en forma la caja torácica. Gracias a eso, aún puede regalar a su público en cada concierto esa interminable y sobrecogedora nota final de Les feuilles mortes. @FDQuijano
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