Zimerman exhibe su técnica depurada en una de sus intepretaciones. Foto: Akira Kinoshita/DG
No es la primera vez, ni será la última, que hablamos en estas páginas de Krystian Zimerman (Zabrze, 1956), que ya ha visitado Madrid en varias ocasiones; menos de las que se desearía. Lo ha hecho en sus más recientes actuaciones de la mano de la Fundación Scherzo, que lo trae de nuevo para interpretar un programa dedicado a Schubert, en el que se incluyen las dos postreras Sonatas del compositor.Desde luego, con Zimerman no hay temor a la monotonía, al recurso gratuito. Su autoexigencia, como se sabe, roza en ocasiones lo paranoico. Y la aplica a todo aquello que estudia y toca. Su técnica, cada vez más depurada, aporta rigor en la preparación, gama dinámica muy amplia, con base en un sensible pedal y una en una sutil pulsación; y una rara exactitud de ataque, que nunca da la impresión de sequedad ni de situarse en la vecindad de lo simplemente mecánico. Gracias, entre otras cosas, al cuidado del detalle, la honestidad profesional, el trabajo meticuloso y honrado.
Se conoce su maniática actitud respecto a los pianos que emplea: el instrumento es una especie de prolongación de uno mismo y se ha de estar en perfecta sintonía con él, conocer al dedillo sus peculiaridades sonoras y características técnicas. Ha llegado, en persecución de ese rigor, a contribuir a la fabricación de alguno de los teclados que emplea. A este respecto son conocidas y sintomáticas las exigencias que plantea a la hora de grabar. Se recuerda una antigua anécdota: en trance de registrar los Conciertos Tercero y Cuarto de Beethoven con Bernstein y la Filarmónica de Viena impuso la necesidad de utilizar un piano distinto en cada caso, "porque cada uno tiene su propio sonido". Quizá por ello encontramos siempre en sus interpretaciones ese mimo, ese cuidado, esa preocupación por el efecto sonoro, esa obsesión por las dinámicas y ese control del estilo.
Características que convierten a Zimerman en un intérprete idóneo para sumergirse en el proceloso y caleidoscópico mundo schubertiano, el que se contiene en esas dos gigantescas partituras de última hora. La Sonata n° 22, D 959, es probablemente una de las más equilibradas de la colección y en ella no se advierten verdaderamente puntos de relajación o caídas de tensión. Desde el mismo arranque, con el fantasmagórico y vigoroso Allegro inicial en 4/4, la atención queda ya captada y alimentada por las continuas sorpresas y cambios de texturas, ritmos y colores. Y la n° 23, D 960, es todo un friso sobre el que el compositor lleva a las últimas consecuencias aquello de la genialidad de lo informal. Vigor conceptual, temple, poder para cubrir con fuerza los turbulentos e insólitos desarrollos y marcar, con los claroscuros necesarios, pentagramas tan contrastados son cualidades que le sobran al pianista.