La suerte colocó una cruz sobre la frente de Billie Holiday el día de su nacimiento, justo hace 100 años, el 7 de abril de 1915, en Filadelfia (Pensilvania). Su madre contaba 13 años y su padre, con tan sólo dos primaveras más, no tardaría en abandonarlas. La vocalista marcaría la historia del jazz con su timbre de trompeta en sordina pero entonces sólo era una bebé que gimoteaba entre tanto desamparo.
La madre, apenas una niña, delegó su crianza en parientes que tampoco se esforzaron demasiado en procurarle afectos y una formación. En esa época, de hecho, fue víctima de abusos sexuales. Entretanto, abrillantaba, fregona en ristre, los suelos de un burdel. Esa labor tenía como banda sonora las piezas de Louis Amstrong y Bessie Smith, que empezaron a calar en su oído y a dejar un sedimento sonoro que años después estallaría en su garganta.
La cosa no mejoró con los años. Más bien al contrario: siguió cayendo por una sima de turbiedad. Cuando su cuerpo empezó a adquirir formas adultas, lo empleó como reclamo para ejercer la prostitución. Ya estaba en Nueva York. Allí empezó a probar suerte en la farándula. Primero lo intentó como bailarina pero fue como cantante como conmocionó a sus primeros oyentes, entre los que se encontraba el cazatalentos y productor de la Columbia John Hammond (entre sus descubrimientos también figuran Bob Dylan, Aretha Franklin y Bruce Springsteen. Nada menos).
No tardó en detectar el diamante que tenía enfrente. La colocó sobre el escenario junto al trompetista Benny Goodman, formando un tándem artístico que provocó delirios en los clubes neoyorquinos. El buen hacer de esa alianza quedó registrado en unas primeras grabaciones exquisitas, la carta de presentación de Billie Holiday, apodo que tomó de la gran estrella del cine mudo Billie Dove. El nombre que consta en su partida de nacimiento es Eleanora.
El impulso adquirido alcanza la mitad de los años 30 y principios de los 40, periodo en el que se asienta como dama estelar del jazz, flanqueada por los instrumentistas más celebrados del género: el clarinetista Artie Shaw, los pianistas Count Basie, Charlie Shavers y Teddy Wilson... Y Lester Young, con el que compartió escenarios y un amor enfermizo, baqueteado por los altibajos emocionales y por las adicciones de ambos. El saxofonista de Misisipi, que fue el que empezó a llamarla Lady Day, acabó sus días sentenciado por el alcohol, en marzo de 1959.
En esa época Holiday embelesaba al público con su personalísima alquimia vocal, en la que se fundía una arrebatada interpretación (procedente sin duda de las catacumbas de sus vivencias) y la sensibilidad de su fraseo. Una fórmula que ha sido el molde para muchas de sus sucesoras. Buen ejemplo es el último disco de Cassandra Wilson, Coming forth by Day (Legacy-Sony), que sale hoy a la venta y que contiene un ramillete de sus clásicos intemporales: Don't explain, Strange Fruit, All of Me, These Foolish Things. También le rinde tributo José James en Yesterday I Had The Blues (Blue Note).
Pero a Holiday no iba a salvarla el jazz ni el éxito. El hundimiento no tendría remedio. Como cantante negra, debía seguir utilizando la puerta trasera de esos clubes en los que, como recordaba en su biografía, la caída de un alfiler hubiera provocado un estruendo cuando cantaba. Tal era el silencio que guardaban sus devotos. Además, siempre tuvo una fatal querencia hacia hombres siniestros y castigadores. Las marcas de los bofetones de alguno de ellos (en particular del matón de la mafia Louis McKay) adornaron sus labios en sus últimos días. Murió el 17 de julio de 1959, con tan solo 44 años. En el hígado una cirrosis de caballo. En la cuenta, 70 míseros centavos.
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