James Blake presenta en Madrid su segundo álbum, Overgrown.
Aún quedaban algunas entradas en taquilla, pero la planta baja y los cinco anfiteatros lucían abarrotados. Caras expectantes se asomaban desde las alturas y la gente se agolpaba en la pista central para ver lo más cerca posible al muchacho pálido y espigado que con su segundo disco, Overgrown, ha confirmado su genuino talento, cultivado durante años en la intimidad de su habitación, en casa de sus padres, y plasmado en su primer álbum homónimo de 2011 y en sus EPs anteriores, que dejaron boquiabierta a la crítica. Ahora, con 25 años, la emancipación le espera en su nuevo piso de Londres cuando acabe una gira mundial que, de momento, le ha llevado a Estados Unidos y algunos puntos de Europa.
Pianista de formación, la electrónica le llamó poderosamente la atención y le permitió focalizar sus capacidades compositivas mediante las herramientas de producción digital. El dubstep, ese estilo de música electrónica de tempo ralentizado, sintetizadores agresivos y bajos apabullantes nacido en Londres poco antes del cambio de siglo y puesto de moda a nivel mundial en torno a 2009, parecía un fenómeno de vida corta por su escasa inteligencia y sus encorsetadas características. Pero Blake ha desguazado el armatoste para ensamblar algunas de sus piezas con otras del soul, el R&B e incluso el gospel, dando como resultado un androide con potencia y alma a partes iguales.
Tímido y comedido, el fenómeno musical del momento salió al escenario y ocupó su lugar a la derecha, a los mandos de la nave: tres sintetizadores, un micrófono y varias pedaleras de efectos y bucles. En el centro, su genial percusionista, Ben Assister, ejecutaba los complejos ritmos que caracterizan las canciones de Blake, de tempo lento y patrones rápidos, con platos y caja acústicos, bombo electrónico y caja de ritmos, una muestra más de la perfecta simbiosis entre lo orgánico y lo digital. A la izquierda, Rob McAndrews -que firma sus trabajos en solitario como Airhead- alternaba la guitarra eléctrica, con la que añadía texturas de corte sideral y punteos ocasionales, con un sampler y un sintetizador de graves.
Mucha máquina, pero siempre al servicio de la expresividad, y no al revés. Ahí es donde James Blake marca la diferencia. Aunque "usar tanta tecnología tiene sus efectos secundarios", bromeó el londinense cuando el cableado de sus efectos vocales sucumbió momentáneamente al interpretar Lindisfarne, de su primer disco, salpicada de silencios de varios segundos que se han convertido en otra marca de la casa.
Durante el concierto hubo algunos momentos para el baile, sobre todo en la prolongación, a la manera de variaciones sobre un tema, de CMYK, y en Voyeur. En otros momentos, algo más pausados pero igualmente atronadores -pelusas enormes caían sobre el público, procedentes de las vigas y molduras del techo- el público se mecía levemente, conteniendo sus movimientos para no perderse nada de lo que acontecía en el escenario, que era mucho.
El concierto, de hora y media, acabó con Blake solo en el escenario, cantando The wilhelm scream, y ya desnudo de sintetizadores, A case of you, balada de piano y voz con la que dejó claro que la tecnología, canalizadora de su asombroso talento, es sólo un medio, pero nunca el fin.