Hans Werner Henze en el Festival de Lucerna en 2002.
El compositor había recorrido todos los caminos técnicos y estéticos, casi todos los lenguajes, comenzando por el del serialismo, pero supo adaptarlos, en una constante búsqueda, a su personalidad. Quizá no tan original o rompedor como un Stockhausen o un Boulez, un Maderna o un Berio, un Nono o, particularmente, un Ligeti, Henze fue un gran músico, un fenomenal forjador de estructuras, un experto orquestador. Mejoró sensiblemente a compositores como Wolfgang Fortner o René Leibowitz, sus maestros más conocidos, y superó a Blacher o a Hartmann (este último el más interesante). Sus trabajos seriales siempre estuvieron magníficamente hechos y sus sinfonías -hasta diez- tuvieron mucha altura. Entre estas últimas la Novena es estupenda, con su significación política incluida. La Décima está admirablemente construida.
Puede que no hubiera nada revolucionario en sus más de cuarenta obras escénicas, pero sí teatro, sentido del drama y una impecable organización de acontecimientos. No pueden desconocerse títulos como Boulevard Solitude (1951), Der Prinz von Homburg (1958), Der junge Lord (1964), Die Bassariden (1965) o L'Upupa (2003), las dos últimas representadas en el Real de Madrid con mucho éxito, en las que el compositor empleaba un atonalismo generalizado, pero con amplia base en las formas del pasado.
En la música de nuestro autor se reconocen formas, trazos, propuestas, se hacen constantes guiños a la tradición, pero a través de un lenguaje moderno, atonal, un lenguaje en cierto modo de síntesis, lapidario, que resplandece gracias al prodigioso manejo de los timbres orquestales; algo en lo que siempre brilló el músico de Westfalia, tachado en ocasiones, en conexión con lo antes expuesto, de hedonista del sonido. Como si eso fuera per se un defecto o una limitación. Henze mantuvo siempre un compromiso político con las izquierdas, aunque para algunos no se hubiera radicalizado suficientemente en el campo propiamente musical. Y, a despecho de sus ideas, viviera estupendamente en una lujosa villa cercana a Roma, atestada de obras de arte. Pero ya sabemos que estos planteamientos suelen ser sesgados y peligrosos.
De lo que no hay duda es de la maestría con la que estaba manejada su orquesta, de enormes medios, pero tratada con una sutileza sensacional; del refinamiento y de la transparencia que conseguía de ella, de la riqueza de matices que despide, de la claridad de las líneas, de la delicadeza de los conjuntos, trabajados con la minuciosidad de un orfebre; de la emoción, del lirismo, que se desprenden de todo ello. Sus hallazgos podían poseer a veces el toque imaginativo de algunas cosas del mencionado Ligeti.
En Madrid, aparte las dos óperas citadas, también tuvimos ocasión de conocer, proveniente del Festival de Granada, un excelente montaje, firmado por Manuel Gutiérrez Aragón, de la operita Poeta en Nueva York, El rey de Harlem, una composición para mezzosoprano solista y grupo instrumental, llena de aristas y un extraño lirismo y que supo penetrar muy elocuentemente en el mundo de García Lorca. Y Madrid fue también escenario, con ruedas de prensa incluidas, de varias visitas. Por ejemplo, la que giró en diciembre de 2004 para presentar su libro de memorias titulado Canciones de viaje con quintas bohemias, editado por la Fundación Scherzo y Antonio Machado; un interesantísimo recorrido en el tiempo donde el compositor hacía un amplio repaso a una existencia apasionante y en el que aparecen algunas de las más importantes personalidades de la música y del arte en general del siglo XX. Al año siguiente el músico regresaría para intervenir en la Carta blanca que le dedicaba la Orquesta Nacional, en donde pudimos asistir a varios conciertos de alto nivel, sinfónicos y de cámara.
Afortunadamente quedan los discos, numerosísimos. Todas sus sinfonías están grabadas, incluso con su dirección en lo que se refiere a las seis primeras. También han sido registradas sus principales óperas, algunas consignadas más arriba. Y gran parte de su inmensa obra camerística. Su ingente producción, de excelente acabado en su gran mayoría, la amplitud de miras de la que dio muestras a lo largo de su recorrido, son el mejor aval para que su memoria permanezca viva durante mucho tiempo.