Claude Debussy.

Durante este fatídico año venimos celebrando, sin demasiadas alharacas, el 150 aniversario del nacimiento de Claude Debussy, uno de los mayores genios de la música de todos los tiempos, aunque su fama y reconocimiento no sean tan absolutos para el aficionado medio como los de otros autores. Pero, afortunadamente, el compositor francés es cada vez más programado y admitido, más escuchado y degustado, en particular por los melómanos exquisitos.



Debussy ha sido considerado siempre, desde su muerte en 1918, como un músico rompedor, original y padre, en ciertos aspectos, de una parte de las corrientes por las que ha circulado el arte de los sonidos de los últimos cien años, aun cuando las llamadas vanguardias se acogieran fundamentalmente, en una primera hora, a partir de 1950, a la influencia, de signo bien distinto, de la denominada Segunda Escuela de Viena capitaneada por Schönberg, Berg y Webern, los creadores más conocidos del serialismo y los que firmaron el definitivo certificado de defunción de la música tonal. El francés trabajó sobre todo con escalas modales de signo oriental para edificar su singular mundo sonoro, imbuido en buena medida de las tendencias pictóricas impresionistas. Aun cuando pueda relativizarse esa relación, teniendo en cuenta que las "impresiones" debussyanas no nacían de la emoción que conduce a la plasmación de un trazo o de un color, sino del de la lenta elaboración intelectual, en un ambicioso proceso de calibración de todos los matices de la materia musical.



Nuestro compositor había nacido en St. Germain-en-Laye en 1862 y, tras su inicial formación y vistas sus condiciones, fue puesto en manos de la suegra de Verlaine, Madame Mauté de Fleurville, quien lo impulsó hasta el Conservatorio de París, donde entró a la temprana edad de 10 años. Pronto dio muestras de ser diferente y de observar la música con otros ojos. Desde el piano comenzó a buscar nuevos caminos en el terreno de la armonía y de la teoría. Luego de una poco afortunada estancia en Moscú, donde fue protegido por la mecenas de Chaikovski, Madame von Meck, ganó el Premio de Roma, al que se presentaba por segundo año consecutivo, en 1884 con la cantata L'Enfant prodigue, que ya mostraba algunos avances interesantes de lo que sería su lenguaje futuro, aunque los miembros del jurado se fijarían más en aquellos elementos tradicionales, que los había, para justificar su decisión.



Visitante de Bayreuth en 1889, admirador de Wagner pero alejado de su estética, Debussy empezó a sentir en mayor medida otras influencias, bien de las teorías simbolistas de Mallarmé, bien, como se ha dicho, de ciertas músicas orientales y, desde luego, de los modos antiguos medievales. No es raro que por ello participara vivamente de los métodos compositivos de Musorgski, de cuya ópera Boris Godunov se consideraba ardiente seguidor. Lo que se puede detectar, junto con las demás influencias en la única ópera que llegó a concluir, Pelléas et Mélisande, estrenada en 1902. Aunque antes, en 1894, un año más tarde de que comenzara esa obra escénica, había dado un enorme aldabonazo con su Prélude à l'Après-midi d'un Faune, en el que se establecían ya con claridad unos presupuestos compositivos que se venían advirtiendo en sus obras pianísticas y que cristalizarían a no tardar mucho en su serie de Preludios, Imágenes y Estudios, en el poema sinfónico El mar (1905), en el ballet Juegos (1913) o en la citada ópera.



Pelléas, sobre libreto del belga Maeterlinck, al que liberó de algunas escenas particularmente simbolistas, es buena muestra del estilo del Debussy maduro, un artífice en el respeto de la prosodia y en la consiguiente creación de una entonación semihablada, un parlato musical rico en sfumature, en matices expresivos, heredados de los hallazgos que él mismo había aplicado a sus melodías para voz y piano, como las Canciones de Bilitis. Un estilo derivado en cierta medida de los rasgos de la escuela rusa de Dargomiski o del mencionado Musorgski. En la línea de lo que más tarde, a su modo -que nacía del manejo de breves células-, desarrollaría Janácek. Puede sorprender por tanto en principio ese lenguaje vocal silábico, sin melismas, ni siquiera en una de las páginas más célebres, la canción de Mélisande al comienzo del tercer acto. Es el resultado del empleo de elementos interválicos simples -terceras, cuartas- y del uso natural de las oposiciones básicas de la escala.



El lenguaje de Debussy en cualquier género, dentro del campo armónico, aumenta las disonancias, emplea abundantemente largas notas pedal y es continuamente modulante, lo que favorece una cierta sensación de permanente estatismo. Aunque parte inicialmente de la tonalidad, la amplia en gran medida y otorga una nueva y más rica vida a los acordes, que funcionan aisladamente. Aporta de continuo hallazgos tímbricos, que se unen a las novedades rítmicas en sus múltiples facetas, con multitud de indicaciones agógicas, ejemplificadas en cualquiera de las piezas pianísticas. La forma, adaptada a las necesidades expresivas, es totalmente libre y se aleja por completo del tradicional esquema sonatístico.