Adrien Brody en 'The Brutalist'

Adrien Brody en 'The Brutalist'

Cine

'The Brutalist', un impagable monumento cinematográfico sobre las arquitecturas invertidas de América

La película de Brady Corbet, con una energía indomable, reafirma algunas prácticas del cine clásico de Hollywood y, al mismo tiempo, le mete un tiro por la espalda.

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Más aún en tiempos de cápsulas creativas y epidérmicos videos virales, puede ser que la monumentalidad esté algo sobrevalorada. La megalomanía o la ambición o la brutal aspiración totémica deThe Brutalistresulta en todo caso esencial por el modo en que huye de cualquier categorización.

Por un lado, reafirma algunas prácticas del cine clásico de Hollywood al mirarse en el espejo esencialmente épico de Elia Kazan, Orson Welles, William Wyler o Francis Ford Coppola (con cuya reciente Megalópolis resulta interesantísimo establecer correspondencias y desajustes); y, por otro lado, su propia idiosincrasia, sus comentarios a pie de pantalla, incluso sus chistes internos, hacen de ella una moción o un tiro por la espalda a ese propio clasicismo que bulle, aún con vitalidad, en Ciudadano Kane (1957), en América, América (1963) o en El Padrino (1972).

En esa suerte de esquizofrenia, The Brutalist busca con más denuedo la indomable energía de Pozos de ambición (Paul Thomas Anderson, 2007), otro impagable monumento del último cine americano. Emergen ambas, en terminología farberiana, como piezas tanto de arte elefante blanco como de arte termita en justa y productiva combinación.

El corazón de esa suerte de irreverencia hacia la épica clásica o la gran novela americana que anida en la película de Brady Corbet (Scottsdale, Arizona, 1988), actor en filmes de Michael Haneke y Olivier Assayas que debutó tras la cámara con la intrigante La infancia de un jefe (2015) –una adaptación de la maravillosa novela de Jean-Paul Sartre ahogada sin embargo por la complacencia formal–, se hace patente en su memorable arranque.

Al estilo El hijo de Saúl (László Nemes, 2015), la oscuridad en la bodega de un barco arribando al puerto de Ellis da paso a la luz, que no es otra que una imagen invertida de Lady Liberty. Es lo primero que ve László Toth –Adrien Brody, en una suerte de trasunto de su papel en El pianista (Roman Polanski, 2002) como superviviente del Holocausto– a su llegada a la tierra de las promesas. Una imagen visionaria y anticipatoria de su propio destino. El rótulo que sigue, una cita a Goethe, establece la declaración de principios de The Brutalist: “Nadie está más irremediablemente esclavizado que aquellos que creen falsamente que son libres”.

La libertad que busca el ficticio arquitecto Toth, huido del exterminio judío en Europa, es la de reencontrarse con su mujer y su hija, también atrapadas en la Shoah, y la que busca todo inmigrante y todo adicto y todo artista en su incestuosa negociación con el descarnado capitalismo. El desequilibrio social, la violencia y hasta la propia permanencia del arte y sus procesos de creación –ofreciéndose incluso como implícita metonimia del proceso de filmación de la película– son algunos de los temas que aborda esta “milagrosa” película.

¿De qué modo cabe hoy en la industria de las películas-mastodonte de Hollywood una historia original filmada (y estrenada en algunos cines) en 70 milímetros, con cámaras VistaVision (formato en desuso desde que Marlon Brando dirigiera El rostro impenetrable en 1961), con una obertura y una irrenunciable intermission de 15 minutos? Sospechamos que, si ha cabido, es porque, milagrosamente, ha costado apenas 10 millones de dólares, esto es, una quinceava parte del presupuesto de, por ejemplo, Wicked (Jon M. Chu, 2024).

Adrien Brody y Alessandro Nivola en 'The Brutalist'

Adrien Brody y Alessandro Nivola en 'The Brutalist'

El talento y la ambición de Corbet no están en duda ante la apabullante calidad desplegada en la pantalla, especialmente por su impulso de energía electrizante, moldeando un filme que en su estructura bien puede emparejarse con la rotundidad y solidez del movimiento arquitectónico del que se ocupa.

En un momento clave, el protagonista le dice a su mecenas y némesis, el engolado y turbio multimillonario Harrison Lee Van Buren Sr. (Guy Pearce), por qué ha elegido su oficio: “Mis edificios están hechos para resistir la destrucción de las guerras y la erosión del tiempo”.

Es, sin embargo, esa estructura, que en su segunda parte se desmaya ante el sorprendente brillo de la primera (acaso porque trata de rellenar los intrigantes huecos abiertos), la que termina por lastrar, o restarle impacto, a las grandes conquistas del filme, especialmente en las tramas abiertas por Erzsébet (Felicity Jones) y Zsófia (Raffey Cassidy), mujer e hija de Lászlo, y una escena que contiene una inesperada vejación sexual.

Es una película que nace salvaje y muere domesticada, pálida, incluso internándose por fugas melodramáticas que resuenan con indecisión, casi como si fueran compromisos ajenos a la historia.

Aunque situada en los años 40 y 50 del siglo pasado, la pertinencia de The Brutalist en un mundo de las artes cada vez más instigado por oligarcas y billonarios sin gusto ni pasión cultural, resulta especialmente manifiesta. El controvertido epílogo final, de hecho, salta a nuestros tiempos para arremeter en su estética (filmado en vídeo) y en su ética contra la propia y zigzagueante grandeza del filme, en ocasiones tan apabullante, tan innegable, que tememos despertar del sueño.

Ocurrirá, sin duda, en una clausura extemporánea que se antoja como el ácido nucleico que ha ido gestando el propio relato al margen de nuestros asombros, según el cual, ante el derrumbe del sueño americano para su protagonista, solo cabe la justificación de la tesis sionista y las actitudes del Estado de Israel como ese espacio innegociable en el que los sueños, al parecer, sí pueden cumplirse.

The Brutalist

Dirección: Brady Corbet.

Guion: Brady Corbet y Mona Fastvold.

Intérpretes: Adrien Brody, Guy Pearce, Felicity Jones, Joe Alwyn, Raffey Cassidy, Stacy Martin.

Año: 2024.

Estreno: 24 de enero