Al recibir el Carosse d’Or de la Quincena de Realizadores hace unos días, Andrea Arnold confesó al público asistente que su última película, Bird, presentada a concurso, se le atragantó más de la cuenta.
En la sala de montaje no encontraba el tono que buscaba, pensó que no hallaría la película que había imaginado, y que fue al recibir la carta de Cannes en la que le anunciaban la concesión del premio que encontró un sentido a su trabajo, un impulso para terminarlo.
Bird es posiblemente su mejor película, lo que no es moco de pavo si pensamos en obras como Fish Tank (2009) o American Honey (2016), que a este cronista nunca le han convencido del todo –sí, sin embargo, su inspirada adaptación de Cumbres borrascosas–.
En ellas, queda manifiesta la original voz de una cineasta con un talento especial para extraer genuina verdad en las interpretaciones y relatos que involucran a jóvenes y adolescentes en sus nunca fáciles procesos de adaptación al mundo exterior, generalmente en un entorno de precariedad emocional y material.
Su sexto largometraje, casi todos ellos presentados en Cannes, es otra vuelta de tuerca en esa filmografía poblada de jóvenes airadas y soñadoras, de vidas que ocupan la marginalidad y ambientes de opresión social y familiar.
El magnetismo de Nykiya Adams en la piel de Bailey, una chica de doce años en el tránsito a la adolescencia, sostiene el carácter y la magia del filme, especialmente en las escenas que comparte con Bird (enorme Franz Rogowski), un chico solitario de su vecindario de clase baja, que pasa los días apostado en el tejado de un edificio como un pájaro (como el joven Matthew Modine de Alan Parker), y al que se propone ayudarle para encontrar a sus padres, que por una misteriosa razón le dieron por muerto hace varios años.
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Bailey vive con su jovencísimo y alocado padre, la novia de éste y un hermanastro de catorce años, y tiene otros tres hermanos pequeños viviendo con su madre en otra casa, donde se ha instalado el miedo que provoca la violenta pareja de su madre.
La disfunción es el pan de cada día en un vecindario atenazado por el desempleo, las drogas y la violencia, y Bailey pasa sus días grabando vídeos que proyecta en la pared de su dormitorio, tratando de hacerse un hueco en una banda callejera y ayudando en lo que pueda a su familia desperdigada.
Y también contemplando pájaros. Muchos pájaros, que se imponen como una alegoría algo repetitiva y machacona en el filme. Bailey es un corazón puro, de ideas claras, maleado por una vida desestructurada y un futuro sin horizontes.
Arnold sigue los pasos de Bailey a lo largo de una semana crucial en su vida, no solo porque su padre se va a casar de nuevo, algo que no le hace mucha gracia, o porque tiene su primera menstruación, sino por acontecimientos por venir que darán un vuelco a su forma de ver y habitar su vida.
Filma la británica con pasmosa cercanía y entrañable comprensión a sus criaturas, que transitan por la pantalla con enorme libertad, de modo que la cámara siempre parece estar al servicio de sus cuerpos y sus gestos. Se diluyen en su entorno hasta formar parte de él, hasta que los propios espacios les definen y determinan.
El realismo británico de los kitchen dramas subyace en la narración de Bird, pero también una historia coming-of-age y una bella metáfora sobre la necesidad de huir de la realidad y echar el vuelo.
Eso precisamente hará la película en su tramo final, con una fuga a la fantasía que pone en riesgo todo lo que hemos visto, el propio tono del relato (¿era eso lo que preocupaba a la directora en la sala de montaje?), pero que propulsa el filme a un territorio emotivo y humanista que ha despertado de momento la mayor ovación del festival.
Si no lo es el resto, desde luego el empleo de temas musicales, arrancando con el Too Real de Fontaines D.C., es de premio.
La película póstuma de Godard
En una de sus películas, Godard sostiene que si le dieran a escoger entre arrancarle los ojos o cortarle las manos, escogería quedarse con las manos y perder la vista. Pensaba que sin ellas realmente no podría seguir haciendo cine.
La primera imagen de la película post-mortem que ha desvelado el Festival de Cannes, Scénario, un cortometraje que dejó terminado el franco-suizo un día antes de su muerte asistida, es la de unas manos enlazadas entre sí.
El filme se ha mostrado junto a otro cortometraje, Exposé du film annonce du filme Scénario, en el que el propio Godard explica la película a cámara, mostrando y detallando el cuaderno de imágenes y notas que sirve de base, y que es en toda regla una película sobre sus manos.
La cámara nos las muestra pasando las páginas del cuaderno, tocándolo y recortando papeles que añadirá para modificar un error. Es una película, si queremos, sobre sus herramientas de creación o, más importante, sobre los mecanismos de su pensamiento, de su discurso en imágenes que se suceden como collages gráficos, textuales y sonoros sin solución de continuidad.
Godard no ha hecho por tanto una película que es un final o una despedida, como cabía esperar (aunque el cineasta siempre ofreció lo inesperado), sino una película que es un principio, un punto de partida, como ya lo fue su primer bis presentado el año pasado, Film annonce du film qui n’existéra jamais: ‘Droles de guerres’. Incluso en su tumba sigue produciendo.
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Scénario está estructurada en seis partes que tienen a Racine de destino y van hilando varias de las iluminaciones y obsesiones que han recorrido sus ensayos, haciendo acopio de archivo audiovisual y apropiaciones de textos.
La naturaleza de díptico explicativo se hizo habitual a partir de los años ochenta en su cine, con ejemplos primorosos como Scénario de film Passion, que acompañaba a la película Pasión no tanto como complemento sino como apéndice iluminador.
El filme que acompaña a Scénario nos permite asistir en tiempo real a la exposición que el cineasta hace de su proyecto, en su mesa de trabajo, unas semanas antes de acometerlo, guiando a sus colaboradores (al público) por los cimientos que conducirán a la forma final.
Envejecido, sin perder el humor, la ilimitada generosidad de su magisterio reafirma su fe en las imágenes incluso cuando ya su vida tenía los días contados. Solo cabe la emoción y la admiración.