Sorpresas deparaba la rueda de prensa de Priscilla. Primero, que todo el elenco protagonista del filme estuviera para contestar a los medios, en unas jornadas de huelga dominadas por las mesas presidenciales vacías. Luego estaba la visita sin previo anuncio de la propia Priscilla Presley, productora ejecutiva del filme.
Priscilla es también coautora de la autobiografía Elvis y yo que Sofia Coppola (Las vírgenes suicidas) tomó por referencia a la hora de escribir la versión intimista y reivindicativa de la relación entre Elvis (Jacob Elordi, Nate de Euphoria) y “su chica” (Cailee Spaeny, a quien descubrimos en Mare of Easttown).
Priscilla Presley quiso reiterar, emocionada, que la película de Coppola es “difícil de ver” para ella, pero que no traiciona a la verdad de su relación de ninguna forma: “La gente piensa: ‘Oh, fue sexo, fue esto’. No, en absoluto. Nunca tuve relaciones sexuales con él. Era muy amable, muy suave, muy cariñoso. Pero también respetaba el hecho de que yo tuviera solo 14 años. Estábamos juntos más en mente y pensamiento, y esa era nuestra relación”.
Agnieszka Holland lleva años utilizando el cine como plataforma para la reivindicación política, desde la podredumbre en las instituciones públicas a lo largo del tiempo (Mr. Jones), pasando por la manipulación propagandística de la vida en un régimen (Europa, Europa, Charlatán), hasta la amenaza que se cierne sobre el medio ambiente y, de rebote, sobre nosotros (su Spoor es hoy considerado un clásico en el nuevo fantástico de raíz social). Hoy, con Green Border, la polaca ha puesto en escena la crisis de refugiados que surgió hace dos años en las fronteras de Bielorrusia con las naciones de la Unión Europea: Polonia, Lituania y Letonia.
La película, en la Competición veneciana, llegaba hace días a ojos del ministro de Justicia de Polonia, Zbigniew Ziobro, miembro de la extrema derecha del país. Ziobro criticó duramente el filme: “En el Tercer Reich, los alemanes produjeron películas propagandísticas que mostraban a los polacos como bandidos y asesinos. Hoy tienen a Agnieszka Holland para eso”, publicaba el lunes en X, antes Twitter. Un día más tarde y a horas del estreno mundial, Holland se ha referido a la reprimenda, comentando que “las lecciones aprendidas del Holocausto de alguna forma se evaporaron y hoy tenemos que lidiar con el futuro que, me temo, puede ser similar al pasado”.
Green Border se construye como un tríptico alrededor de la red de violencias que se propagan en la frontera entre Bielorusia y Polonia, un enorme bosque frío y húmedo. Primero, Holland nos mete en los zapatos encharcados de una familia siria que es torturada de forma sistemática y brutal mientras trata de cruzar a Europa buscando llegar a Suecia, acompañada de una simpatiquísima profesora afgana (Behi Djanati Atai).
Luego asistiremos a la degradación de sus derechos humanos más fundamentales desde el bando de uno de los soldados bielorrusos (Tomasz Włosok), padre inminente y con reparos molestos para su profesión. Finalmente, la cineasta dará el micrófono a Julia (Maja Ostaszewska), una activista que podrá cerrar el círculo emocional y ampararnos a tomar partida.
Lejos del cuidado que requiere retratar la tortura sobre seres humanos, como llevan reivindicando los teóricos desde el famoso e inmoral “travelling de Kapo”, aunque amparada por la urgencia del asunto, Holland activa todas las palancas del cine de la crueldad. Dirige una película de trazo grueso y de planificación vibrante pero de shock superficial, con personajes que no destacan por encima de los conflictos que reciben desde lo institucional, como marionetas dispuestas para escribir eslóganes de protesta con la claridad simplona de la letra de palo. A Holland no le falta razón, le falta inteligencia.
Ryuichi Sakamoto toca el cielo en la emocionante Opus
Opus es el testamento musical de Ryuichi Sakamoto, tristemente fallecido el pasado 28 de marzo, un regalo para ojos y oídos. Se trata de una selección de veinte piezas originales que el compositor tocó en el estudio 509 del NHK Broadcast Center, en sus propias palabras, “el estudio con mejor acústica de todo Japón”. Solo ante el piano, Sakamoto ocupa la pantalla durante prácticamente dos horas, musitando unas pocas palabras pero dejando absoluto protagonismo a la música que interpreta y al silencio entre canciones.
Filmada en un lustroso blanco y negro, prácticamente recortada a partir de los blancos más puros y los negros más profundos (como un teclado de piano), la película es también un espectáculo visual, que reafirma el músculo del cineasta e hijo de Sakamoto, Neo Sora (todo queda en familia, pues la productora ejecutiva del filme es quien fuera su esposa y mánager, Norika Sky-Sora).
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Nada que opinar del talento cautivador del genio japonés, que encadena la ligereza y la gravedad, y mezcla décadas y fuentes: desde los clásicos temas de El último emperador o Feliz Navidad, Mr. Lawrence, hasta trabajos nuevos como 12 o la homónima Opus, que cierra la película con una nota aguda, sostenida… Como si dejara espacio para que el recuerdo de Sakamoto siguiera con nosotros un poco más.
Proyectada Fuera de Competición –afortunadamente, porque su exuberancia nubla el juicio–, Opus es una discreta muestra de inteligencia y buena servitud del plano. Neo Sora acompaña las presiones cambiantes entre las diversas partituras de su padre con ligeros retoques de la puesta en escena: ora más nocturna, ora más diáfana. Los ceferinos y micrófonos se convierten en aliados para el juego de luces y sombras que su cámara propone.
Incluso la figura de Sakamoto recortada ante un potente foco le sirve para crear un brevísimo espectáculo de sombras chinas o de pulsaciones lumínicas, por el rápido movimiento de sus manos, que se acercan a lo estroboscópico. Es difícil no salir de la sala con el ánimo suspendido y la cabeza en otra parte.