La magnífica Passages se abre con una escena reveladora, en la que un director de cine alemán (interpretado por Franz Rogowski) le solicita a un actor que baje unas escaleras con los brazos colgando, inertes, en vez de moviéndolos pendularmente. El momento tiene una doble función, narrativa y autorreflexiva.



Por una parte, el tono crecientemente virulento de las indicaciones al intérprete pone de manifiesto el carácter temperamental del joven cineasta. Por otra, Ira Sachs utiliza la escena para ilustrar de qué modo la magia del cine recae en la fuerza discreta pero elocuente de los pequeños detalles.



Después de años entregando dramas intimistas, preferentemente situados en ambientes intelectuales, con un marcado acento queer, Sachs ha alcanzado un dominio de la puesta en escena próximo al virtuosismo. Así, el director de El amor es extraño (2014) inaugura la ilícita relación entre el personaje de Rogowski y su amante francesa (Adèle Exarchopoulos) con una elegante composición en la que destaca, en el fondo, una reproducción del cuadro Gilles (1721) del genio del barroco Jean-Antoine Watteau.

La pintura podría leerse como una alusión al marido británico del director teutón (Ben Whishaw), el tercer miembro del triángulo amoroso sobre el que pivota el filme. Pero el carácter melancólico del lienzo también señala el horizonte de amargura que se cierne sobre los personajes.



Elíptica y a la vez explícita en su representación del deseo, Passages ofrece un imprevisible viaje por un laberinto de pasiones entre la fogosidad de las aventuras sexuales y el ardiente anhelo de una vida familiar.



Si viésemos la película como la representación de un cuerpo tambaleante, sus depurados planos harían las veces de quebradiza estructura ósea, mientras que los severos cortes de montaje se asemejarían a nervios capaces de generar un movimiento enérgico y abrupto. He aquí el fluir de la vida en toda su complejidad.