En Valisthea, seis naciones se disputan el poder de los Cristales Madre, unas ingentes montañas que encarnan el recurso más preciado, y tratan de disuadir a sus vecinos con el tamaño de sus ejércitos y el poder de los eikons, criaturas mitológicas que ejercen como armas de destrucción masiva. Clive Rosfield es el primogénito del duque de Rosaria y protector de su hermano Joshua, el Fénix, pero tras una noche funesta donde su propia madre les traiciona, su familia es destruida y su tierra invadida.
Reducido a un mero esclavo del imperio de Sanbreque, participa en sus guerras durante trece años hasta dar con Cid, un líder revolucionario con una sola misión: destruir los Cristales Madre y liberar a la gente del yugo de la magia, el origen de todos los conflictos. En declaraciones a El Cultural, el productor de Final Fantasy XVI, Naoki Yoshida, no escondió la admiración que su equipo siente por la serie de HBO Juego de tronos.
Las naciones de Valisthea son despiadadas y solo se ponen de acuerdo para subyugar a quien revela aptitudes mágicas, al que marcan como ganado y esclavizan para aliviar las carencias de su sociedad medieval. Una plaga se extiende sobre la tierra, aniquilando toda vida y elevando la beligerancia de cada casa. Tras un prólogo marcado por la tragedia, el juego sigue a Clive en un relato con muchas piezas en movimiento y un tono radicalmente más crudo y oscuro de lo que suele ser habitual en la saga.
El juego es un dechao de virtudes durante docenas de horas. La elaboración del entramado político es minuciosa
Las cinemáticas están realizadas con una sensibilidad exquisita, tanto en la planificación de las cámaras como en la interpretación de unos actores en estado de gracia donde destacan Ben Starr como Clive y el veterano Ralph Ineson (El caballero verde, Juego de tronos), con su inconfundible voz de bajo, como Cid. Sin embargo, donde la serie de televisión hacía uso de las elipsis para mantener los costes bajo control, Final Fantasy XVI tira la casa por la ventana, con unos ingentes valores de producción que marcan un nuevo hito en la industria. Las batallas entre eikons son apabullantes, y aunque en un principio siguen un esquema sencillo, van aumentando en complejidad hasta culminar en unas secuencias maximalistas de una escala y ambición difíciles de comprender.
Más allá de los diálogos y las cinemáticas, el juego se sustenta sobre un profundísimo sistema de combate donde Clive va adquiriendo diversos poderes de los eikons para usar en combinación con su mandoble y evidencia el cambio de género de la franquicia, que deja el tacticismo RPG de antaño para centrarse en la acción más frenética. Es un sistema brillante que mantiene el interés durante las 50 horas que puede durar la historia, pero que se queda un poco huérfano sin otros componentes, como puzles o una exploración más sofisticada, que pudieran dar más empaque y variedad al conjunto. Estas carencias se evidencian sobre todo en las misiones secundarias, con objetivos ramplones que desdicen el acertado estudio de personajes que suelen conllevar.
Final Fantasy XVI es un dechado de virtudes durante docenas de horas. La elaboración del entramado político es minuciosa, los personajes se prodigan en diálogos magistralmente escritos y procesan traumas espantosos de manera verosímil, la evocadora música de Masayoshi Soken despunta en orquestaciones wagnerianas y realza una dirección artística portentosa inspirada en Delacroix (según su principal responsable, Hiroshi Minagawa) y donde se perciben apuntes de Caravaggio y Turner en su uso de la luz. Sin embargo, la narrativa, el corazón de cualquier Final Fantasy, sufre un auténtico descalabro durante el tercer acto.
El juego llega a su culmen en la confrontación con Bahamut, donde se resuelve toda la tensión política y los rencores entre los principales personajes. Si hubiera terminado ahí, lo habría hecho con honores. En vez de eso, da un giro apocalíptico y se abandona a la vertiente más sobrenatural y filosófica, basculando hacia un villano calamitoso, una deidad indolente que ejerce de mero arquetipo para finiquitar la trama y sublimar los temas que hasta el momento la obra había estado ponderando con más elegancia.
Un empirimos Kantiano
El juego estudia la confrontación entre el mythos y el logos, el momento en el que el hombre dejó de elaborar historias para explicar el mundo desde la razón, abandonando un romanticismo supersticioso para abrazar un empirismo kantiano. La imposibilidad de la libertad humana no solo en un contexto feudal, sino en una cosmovisión donde fuerzas divinas irrumpen en la historia, demandando una solución radical, nietzscheana. Y también incluye un alegato decidido por el decrecentismo como solución a las penurias ecológicas.
Sin embargo, mientras otras historias del mismo estudio – como Shadowbringers o Endwalker– llegaban al final con una explosión emotiva, marinando temas inmortales con personajes entrañables, esta lo hace con una frialdad mecánica, la misma que fluye por las venas de un antagonista que desluce los méritos del equipo de Naoki Yoshida. No deja de ser una pequeña tragedia que tras cientos de millones y siete años de trabajo invertidos de los mejores creativos del mundo, el proyecto haya trastabillado al final. Aun así, la epopeya y los quebrantos de Clive Rosfield bien ameritan una incursión en Valisthea.