En 1970 Glauber Rocha llega a España para filmar Cabezas cortadas. Rocha, el enfant terrible del Cinema Novo brasileño, el mismo que había agitado una revolución fílmica en el subcontinente y que en un Festival de Venecia llegaría a acusar al jurado de estar a sueldo del Pentágono. La prensa aguarda sus palabras como las de un oráculo y la pregunta no tarda en surgir: ¿qué considera lo más importante que ha sucedido en el cine latinoamericano? Rocha no duda: las primeras películas de Cantinflas.
Bajo una carpa había nacido Cantinflas. Allí era donde Mario Moreno (1911-1993) había dado cuerpo a aquel personaje que conjugaba los rasgos de los vecinos de su humilde barrio mexicano con los de su principal referente, Charles Chaplin. Pero con un añadido que le hizo trascender cualquier limitación mimética y volar a otra altura: aquella capacidad de hablar, y hablar, y hablar, sin decir nunca nada pero diciéndolo todo, que años más tarde la RAE acuñaría bajo el término ‘cantinflear’.
Corría el final de la década de los treinta y aquel verbo dadaísta resultó una bomba explosiva en el México que nacía al cine sonoro. Un cine desbordado de madres abnegadas, de rancheros y niños abandonados entre los que se infiltró aquel desposeído con unas películas anárquicas y libérrimas, desbordantes de orgullo de clase y de crítica a los poderosos que condenaban a la nada a él y a los suyos.
Un personaje local, sí, pero en el que no hubo país latino que no se reconociera. Y puede que el mercado hispano fuera inmenso, pero no lo bastante para un Mario Moreno que ambicionaba el global. Fue lo suficientemente hábil como para no apresurarse y esperar una oportunidad idónea: llegó en 1956, cuando encarnó a Passepartout, el criado de Phileas Fogg, en la superproducción La vuelta al mundo en 80 días.
Por un momento, Cantinflas pareció tener el mundo a sus pies. Pero no consiguió repetir el éxito: ni funcionó su siguiente cinta estadounidense, Pepe (1960), ni consiguió materializar su versión del Quijote al lado de Cary Grant, ni pudo levantar su proyecto de película con Jerry Lewis y Fernandel. Su apabullante verborrea resultaba críptica para el mercado anglosajón y el actor se vio obligado a replegarse en su hábitat natural, México.
Y lo hizo con dos películas, El analfabeto (1961) y El extra (1962), en las que recuperó su personaje de “peladito” (de dinero, claro) armado con unos pantalones siempre a medio caer, un sombrero cochambroso y una gabardina hecha trizas. Pero aquel Cantinflas había dejado de ser el de antes y la antigua irreverencia anárquica había mutado en almíbar y moralina, adoptando inconscientemente los rasgos de un Mario Moreno que también era otro, el de las operaciones estéticas, las recepciones papales y los homenajes de hombres de estado.
El paso de los años y el avance de la enfermedad fueron abocando todo a un final inevitable. Llegaría el 20 de abril de 1993, cuando Moreno falleció no sin hacer antes labrar en su lápida su epitafio: “Parece que me he ido, pero no es cierto”. Podría pensarse que era una última cantinflada, pero el paso del tiempo demostró lo contrario: treinta años después, el mundo latino sigue sin conocer un personaje más recordado ni con mayor carga simbólica panhispánica que Cantinflas.