En una de las escenas más resonantes de Los reyes del mundo, los cinco chavales protagonistas atraviesan de noche una carretera vacía, perdida en mitad de un exuberante paisaje, iluminada por la mortecina luz de unas farolas. A medida que avanzan, con una euforia creciente, van lanzando piedras a las bombillas hasta que la senda queda completamente a oscuras.
Bien podría parecer que este episodio no tiene otro objetivo que dilatar los tiempos del viaje que realizan estos jóvenes hacia una arcadia soñada, pero cuesta no ver en ese impulso de consecuencias tímidamente contraproducentes un aviso del futuro que correrán, o incluso una metáfora sobre la compleja situación de Colombia.
La película de Laura Mora, que se llevó la Concha de Oro del Festival de San Sebastián, está plagada de imágenes polisémicas como esta, siendo su vertiente poética lo más interesante de un relato que arranca con un retrato social de aires neorrealistas en el caótico Medellín (rodado con una viveza y un nervio muy estimulante) pero que pronto abandona lo puramente observacional para lanzarse a los terrenos de lo simbólico, lo onírico y lo trascendente.
Guiados por un fantasmal caballo blanco, estos cinco desarrapados inician un épico viaje en carretera (haciendo autostop, andando, pidiendo cobijo a los lugareños) para tomar posesión de un terreno que le fue arrebatado a uno de ellos por los paramilitares y que le ha sido restituido ahora por el gobierno.
La directora aprovecha cada parada en el camino para introducir los principales temas que envenenan el pacto social en Colombia: desde la violencia del narcotráfico a la inútil burocracia. Encontrarán la sabiduría en un campesino en su propio exilio propio, serán acogidos por la calidez de mujeres en medio del olvido, pero también se toparán con la brutalidad de los hombres que se han adueñado del territorio. De hecho, peca el filme de cierta tendencia al tremendismo, desarrollando Mora un deprimente final en el que vemos cómo los poderosos siguen reinando en un país devastado.
Pero si por algo destaca el filme es por la capacidad de la directora de superar el mero esteticismo para cargar las imágenes de amargura y de dolor, y por la capacidad de convertir lo imaginario en un territorio más de la película. Por último, destacar el trabajo de los cinco actores, jóvenes sin experiencia previa ni vocación, perfectamente dirigidos, que no solo imprimen rabia a los personajes, sino también ternura y fraternidad en un filme que nos invita a reflexionar sobre la fragilidad de lo masculino.