Las mujeres que hablan en la nueva película dirigida por la actriz y directora Sarah Polley (Toronto, 1979) lo hacen con miedo, incertidumbre y acritud. Pero sobre todo con determinación. Están resueltas a coger las riendas de sus destinos en la sociedad patriarcal menonita a la que pertenecen. Hablan mucho, prácticamente sin salir del granero en que se encierran a debatir sobre su futuro. ¿Qué deben hacer? Seguir como si nada, luchar contra los hombres que las violan sistemáticamente o salir corriendo.
La decisión no es sencilla para ellas porque no solo está en juego su integridad, su dignidad, sino su lugar en el paraíso. Sus creencias espirituales entran en contradicción con sus necesidades terrenales. Plantar cara a los hombres o abandonarlos (con los niños) significa no solo separarse físicamente de los que se quedan, dejar la comunidad, sino ser excomulgadas y perder la promesa de un lugar en el más allá.
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Esto, que podría acontecer a principios del siglo XIX, está ocurriendo en el año 2010, en una región aislada de Estados Unidos. Aunque al principio del filme una leyenda reza que lo que vamos a ver “es un acto de imaginación femenina”, el guion de Sarah Polley está en verdad basado en la novela homónima de Miriam Toews, que a su vez llevaba a sus páginas la historia real acontecida en una comunidad menonita boliviana.
De 2005 a 2009, nueve hombres de la colonia de Manitoba administraban sedantes para caballos a las mujeres de tres a sesenta años para violarlas y agredirlas. Aún con los detalles escabrosos que son (d)enunciados a lo largo de la película, Polley tiene la consideración de no filmar los actos brutales, sino el momento (en diversos flashbacks) en que las mujeres despiertan en sus camas ensangrentadas.
En un pequeño papel al principio de la película, Frances McDormand interpreta con resignación a la voz que les recomienda que aguanten todo sufrimiento. Los debates se producen entre Agata (Judith Ivey), Greta (Sheila McCarthy), Ona (Rooney Mara), Salome (Claire Foy) y Mariche (Jessie Buckley). Ellas deben decidir qué hacer.
Manifiestamente teatral en su puesta en escena, su narrativa es casi inapreciable. Ellas hablan se presenta como un híbrido improbable entre Doce hombres sin piedad y El cuento de la criada, y el hecho de que no haya una narrativa al uso no tendría que ser un problema. Hace mucho tiempo que una película no necesita un “relato” para ser una gran película.
La decisión de prácticamente no mostrar a ningún hombre, y de ese modo no “villanizar” a los agresores, sino mantenerlos en la invisibilidad, es acaso la más arriesgada, pero al mismo tiempo es toda una declaración de intenciones. Sin el rostro ni los crímenes de los violadores representados en la pantalla, es más difícil considerar la opción de la venganza y más fácil prestar atención únicamente a las deliberaciones de las mujeres. Y eso es exactamente lo que quiere su directora.