Se ha extendido la moda de hablar de los autores más que de las obras de arte. Se piensa que una obra es una especie de jeroglífico que debe ser resuelto y que la solución pasa por la biografía del autor. Se aprovechan, por otro lado, los pecados de los autores en la esfera de su vida privada para atacar sus obras y tratar de cancelarlas. Doble error que asola nuestra insignificante época, pues ni las obras son jeroglíficos, ni los comportamientos éticos de los autores deben ser ejemplares para que sus obras sean valoradas.
Un autor es un ser humano con el mismo interés privado que cualquier otro ser humano, es decir, un interés moderado, tirando a bajo. Lo que de verdad tiene interés son las obras de los artistas -cuando son excelentes- y lo que debe ser analizado bajo la lupa de la ejemplaridad artística es la obra, no el ser humano que la alumbró.
No conocí a Carlos Saura personalmente -nos intercambiamos unas palabras cariñosas hace unos años en un breve encuentro fortuito en una calle de Madrid- pero sí conozco y admiro algunas de sus películas. No hablaré de él -como suele hacerse de alguien que uno ha conocido y que tristemente ha fallecido-, sino de su obra que, como toda gran obra -y la de Saura lo es, indiscutiblemente-, sobrevivirá a su creador.
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La caza de Carlos Saura fue la primera película española que me impactó. La vi por primera vez siendo un adolescente. Creo que ninguna otra película, con la posible excepción de La escopeta nacional de Berlanga, ha retratado tan bien lo que es España; lo que es ser español. Berlanga lo hizo desde la comedia y Saura desde la tragedia.
La caza fue una revelación doble para mí. En primer lugar, supuso, como decía antes, entender algo muy profundo de nuestra españolidad. Algo que había sentido a lo largo de mi corta vida de adolescente; algo muy nuestro y que no alcanzaba a identificar con la claridad que lo presentaba la película. Ese algo tan español es el gusto -el vicio, en realidad- por la humillación.
Gracias a 'La caza' me quedé haciendo cine en España. De lo contrario, hubiera emigrado a otro país. Uno quiere hacer lo que ve que es posible y 'La caza' me rindió ante esa evidencia
Toda mi infancia y toda mi adolescencia había presenciado y sufrido experiencias humillantes. Y siempre me había preguntado, ¿por qué a la gente le gusta tanto humillar a los demás? Al viajar, me di cuenta de que los franceses tenían una manera distinta de practicar la humillación -de una manera más burlona, más ligera- y que los ingleses eran muy duros, pero porque la disciplina era parte de un programa enfocado hacia excelencia, no parte de un ejercicio de sadismo como en nuestra cultura.
En La caza vemos como unos amigos se reencuentran para recordar momentos pasados y pasar el tiempo disfrutando de la caza juntos, pero en realidad de lo que se trata es de someter a uno de ellos a un ejercicio de humillación tan doloroso -y aquí radica una clave de lo absurda que es la humillación en España- como inútil. El final no puede ser mejor ni más canónico: acaban todos trágicamente.
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La segunda revelación de la película consistía en mostrar el poder del cine. Una película, en este caso, española había logrado expresar la complejidad de un sentimiento desde todos sus ángulos con todos los matices y se ofrecía como un espectáculo visual a la vez que como un aprendizaje.
Mi fascinación por el cine venía de antes de La caza, pues se remonta a los tiempos en los que veía las películas de Tarzán en blanco y negro con apenas diez años, pero la película de Saura me hizo entender que en España se podía hacer buen cine, algo que para un adolescente que solo había visto cine norteamericano y muy escaso cine europeo, no era tan de perogrullo.
Gracias a La caza me quedé haciendo cine en España. De lo contrario, hubiera emigrado a otro país, posiblemente a EE. UU. Uno quiere hacer lo que ve que es posible y La caza me rindió ante la evidencia que hacer buen cine en España -aunque no es fácil, pues hacer cine es difícil en todas partes- era posible. Han seguido luego muchos otros descubrimientos de grandes películas españolas que ratificaron esa impresión adolescente.
Hace pocos meses vi Cría cuervos y me impactó, como no podía ser de otro modo en Saura, la españolidad de la película. Tuve la sensación de entender, de nuevo, algo muy español gracias a ese visionado. En este caso, no se trataba tanto de un aspecto de nuestro carácter psicológico como de nuestra tradición estética. Es una película de enorme austeridad. Austeridad en los decorados, en el vestuario, en la iluminación, en la planificación de cámara… todo es austero en Cría cuervos.
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Esa austeridad no va reñida con la verdad, la profundidad, la belleza y la potencia emocional. Al contrario, nuestro cine, nuestra pintura, nuestra poesía no necesitan la ornamentación de lo francés o de lo inglés para transmitir los misterios del alma humana tan bien o mejor que lo que lo logran otras culturas. Cría cuervos es un ejemplo de lo hondo a lo que puede llegar lo español. Esa hondura y austeridad radical se encuentran y manifiestan también en el flamenco o en la tauromaquia. No es de extrañar que a Saura le interesaran ambas expresiones artísticas tan españolas.
Ha muerto Saura un día antes de que se le entregara el Goya de Honor. El destino tiene un peculiar sentido del humor. Saura era aragonés al igual que Goya, ambos artistas fueron la quintaesencia de lo español y ambos fueron muy celebrados en Francia. No queda, ahora, otro remedio que despedir al hombre y quedarnos con la obra. No es un triste consuelo. El sentido del arte consiste precisamente en enfrentarse a la muerte y burlarla por un tiempo añadido. Yo sospecho que el tiempo extendido de Carlos Saura será un tiempo largo.
Jaime Rosales es director de cine. Con La soledad ganó en 2008 los premios Goya a mejor película y mejor director. Su última película es Girasoles silvestres (2022).