Desde su título, la ejemplar nueva película de Isaki Lacuesta propone un viaje difuso, y por ello especialmente vivaz y penetrante, por la traumática onda expansiva que dejaron los atentados de noviembre de 2015 en la parisina sala de concierto Bataclan.
Difuso porque la pareja protagonista, golpeada por la barbarie de un mundo abocado a la sinrazón, pierde las riendas anímicas, existenciales, fisiológicas y temporales de su realidad.
¿Cómo seguir adelante cuando la propia psique permanece instalada en la vivencia de la tragedia, o en su negación? ¿Cómo relacionarse con el mundo – tanto el físico como el de las ideas– cuando uno no es capaz de controlar el propio cuerpo, cuando el shock, y luego el vacío, trastocan la capacidad de abrazar?
Lacuesta, desde un enclave fílmico situado en la tenue frontera entre lo físico y lo psicológico, evoca la compleja tesitura emocional de sus personajes mediante un trabajo de cámara y montaje ultrasensibles. Así, lo audiovisual canaliza todo tipo de estímulos sensoriales, del rozamiento de una rodaja de lima sobre el borde de un vaso a la respuesta de dos cuerpos ante el frío de un baño invernal.
Es a través de estas pinceladas de fisicidad, combinadas con punzantes conversaciones (como si fuese posible hibridar los imaginarios de Claire Denis e Ingmar Bergman), que Lacuesta encuentra una vía de acceso privilegiada a experiencias que, por la combinación de atrocidad y belleza, parecen resistirse a la representación.
“Pasas de estar zombi a estar hipereléctrico”, le recrimina un personaje a otro, mientras la quebradiza estructura de Un año, una noche hace colisionar el miedo a olvidar de Ramón (ignífugo Nahuel Pérez Biscayart) con el miedo a recordar de Céline (polifacética Noémie Merlant).
Idas y venidas de una película que hace de la incertidumbre su más valiosa herramienta de reflexión, piedra angular de un camino hacia alguna forma de luz compartida.