Los hay quienes encuentran el sentido de la aventura en grandes despliegues cinematográficos y set pieces de acción, pero las crónicas de supervivencia de los hermanos Dardenne, no menos angustiosas, apenas requieren de dos o tres actores y dos o tres espacios en los que filmar, desde el materialismo y el hiperrealismo de su característica puesta en escena. Entre la ficción y el documento de denuncia, con mínimas variaciones, desde que conquistaran Cannes con la seminal Rosetta (1999), los cineastas belgas siguen fieles a su prosa de lo cotidiano, al ir y venir de unos personajes en perpetuo movimiento, cámara en mano, que nos sumerge en las maltratadas vidas de criaturas pisoteadas, los humillados y ofendidos de la Europa continental.
Su último trabajo a competición en Cannes, Tori et Lokita, se centra en dos “hermanos” africanos, una chica adolescente y un niño de diez años, explotados en el tráfico de drogas para conseguir los papeles de residencia en Bélgica. La trama es austera y directa, su tratamiento es vibrante, urgente, estimulando la inmediatez y la autenticidad de las situaciones. Puede que sea cine viejo según los estándares de la ultraposmodernidad que nos devora mediante la saturación de estímulos audiovisuales sin pensamiento alguno detrás, pero el de los Dardenne sigue siendo un cine auténtico, íntegro y, disculpen la petulancia, necesario.
Desde el primer plano de Lokita en una entrevista con el centro de inmigración, que debe demostrar que Tori es realmente su hermano, el filme mantiene un ritmo incesante en la lucha por la vida, por sus vidas, de ambos personajes. Residentes en un centro de acogida, trabajan para un pequeño narcotraficante los fines de semana y Lokita trata de conseguir 200 euros para enviar a su familia y que sus hermanos puedan escolarizarse, al tiempo que reciben presiones para pagar la deuda con la mafia que les facilitó su viaje a Europa, presuntamente en una patera.
Conmueve la relación de fraternidad de ambos protagonistas, encarnados por Nadège Ouedraogo y Mbundu Joely, que saben que solo podrán sobrevivir si permanecen juntos frente a las múltiples adversidades y obstáculos. Sin fatalismos gratuitos, sin cruzar la línea del miserabilismo pornográfico tan frecuente en películas distinguidas por su “compromiso social”, sin juzgar a sus personajes, pero colocándose siempre a su lado, emerge el humanismo de Vittorio de Sica con la determinación de no caer en dogmatismos, si bien la línea entre opresores y oprimidos queda siempre perfectamente marcada con retratos unidimensionales. El de los Dardenne es un cine militante, alineado con los desposeídos, que abandera la inteligencia y la humildad.
Ciertamente no hay nada nuevo en el tratamiento cinematográfico y el sentido unidireccional del relato (como una huida hacia adelante que sabemos que no podrá terminar en final feliz), tampoco en la postura moral de los hermanos belgas respecto a las tribulaciones de sus criaturas condenadas a transitar por callejones sin salida. Sentimos que en cada gesto, en aquello que dicen y que callan, en las decisiones que toman, les va la vida.
Los autores de El silencio de Lorna (2008) han adquirido una maestría en su oficio que les permite mostrar solo lo esencial, cortar el plano cuando hay que cortarlo, dotar del tiempo y la distancia debida a las secuencias, extraer veracidad de sus desconocidos, debutantes actores, expresar lo máximo con lo mínimo, despertando así la conciencia de clase y de culpa del privilegiado que se sienta en la butaca para descubrir (o que le recuerden) que el infierno está a dos pasos de todos nosotros.
No es posible apartar la mirada, no es posible obviar un sentimiento de compasión aunque no sea eso lo que buscan, ni tampoco es posible en las crónicas de los Dardenne refugiarse en la posibilidad de un optimismo para el que ya no hay cabida. Su cine es devastador pero sin regodearse en la devastación, y Tori et Lokita, aún siendo posiblemente una pieza menor en su filmografía, y extraordinariamente conmovedora, sigue siendo cine mayor, de muy alto calibre.