Batman siempre ha sido el más novelesco de los superhéroes. Al carecer de superpoderes siempre ha estado a medio camino entre el héroe y el chalado y, al moverse empujado por el ánimo de reparar el daño que le causaron de niño cuando asesinaron a sus padres, nunca ha estado muy claro si es un justiciero o un ángel vengador. Frente a la ingenuidad atrabiliaria de Spider-man o la bondad sin matices de Superman, el “caballero oscuro” es un millonario excéntrico y solitario que vive atormentándose en una cueva con su viejo mayordomo como única compañía y afecto. Creado en los años 30 por Bob Kane y Bill Finger, siempre ha sido una representación simbólica de la propia ambigüedad de Estados Unidos en su rol de “guardián del mundo”. Por una parte, enlaza con el mito de un país que coloca al individuo por encima de la sociedad, en el que los ciudadanos tienen derecho a portar armas y a defenderse a sí mismos. Por la otra, con el trauma originario de una nación forjada a sangre y fuego con la destrucción de sus habitantes originales, se erige como estandarte moral sin poder escapar a sus muchas contradicciones y zonas de sombra.
Casualidad, o no, las mejores películas de superhéroes son las de Batman (con la excepción de primer Superman de Richard Donner de 1978 y el Spider-man de Sam Raimi de 2002). A finales de los años 80, Tim Burton inauguró el festín cinematográfico con una película homónima en la que el director explotaba el lado oscuro del héroe y servía a Jack Nicholson la posibilidad de componer un joker maligno e inolvidable. En tiempos más recientes, Christopher Nolan revolucionaba el género con El caballero oscuro (2008), donde Christian Bale acentuaba su dimensión trágica. Si la película de Burton era una metáfora sobre los excesos de la sociedad de consumo, devorada por su propia opulencia, Nolan nos presentaba una apasionante parábola en plena depresión económica sobre el auge de movimientos antisistema como del 15M y Occupy Wall Street en el contexto de la amenaza terrorista yihadista.
Batman se reinventa de la mano de Matt Reeves, cineasta que alcanzó la fama con aquella curiosa, lograda y asfisiante Cloverfield (2008) en la que le daba la vuelta al género de “monstruos”. En la piel del murciélago, Robert Pattinson, quien luce un aspecto demacrado bastante parecido al de su vampiro de Crepúsculo -aunque el personaje y la propia película sean muy diferente a esa saga que es la apoteosis del kitsch adolescente-. En una Gotham espectral más oscura y siniestra que nunca transcurre The Batman, un filme de tres horas ambicioso y desmedido en el que Reeves que reflexiona sobre el concepto de justicia, en oposición a la venganza, en una sociedad como la nuestra en la que cunde el desánimo y la desconfianza hacia unas elites que se perciben como malignas.
En palabras de la escritora francesa de origen ruso Nathalie Sarraute, entramos en la “era de la sospecha”: “Vemos así al personaje de novela, privado de ese noble sostén, la fe del novelista y la fe del lector, que le hacían mantenerse en pie, sólidamente, llevando sobre sus anchos hombros todo el peso de la historia, vacilar y caer (…) No solamente desconfían del personaje de novela, sino que a través de éste desconfían el uno del otro. El personaje era el terreno de entente, la base sólida desde la cual podían lanzarse de común esfuerzo hacia investigaciones y descubrimientos nuevos. Ahora se ha convertido en lugar de su desconfianza recíproca, el terreno devastado en que se enfrenta”.
Sarraute escribió su texto en los años 50 refiriéndose a la revolución narrativa introducida por la “noveau roman” pero son perfectamente aplicables a esta película. Reeves, sin embargo no identifica al yo con el héroe sino a la propia sociedad. Devastado, agotado, confuso y cada vez más agresivo, el nuevo Batman representa a un Occidente que duda de sí mismo y ya no tiene claro que la causa que defiende sea la justa. En el filme, el trauma infantil de Bruce Wayne cobra más importancia, así como su condición de tipo medio chalado. “Menudo freak”, espeta un policía cuando lo ve aparecer en los primeros minutos del metraje. Y el malo se refiere a él, aunque quizá también se refiere a otros de paso, como “la rata alada” (en español en el orginal). Se trata, en suma, de plantearnos con más hondura que nunca el que quizá es el dilema central de Batman, su doble condición de justiciero y maníaco.
Bajo la forma de película de detectives, la atmósfera lluviosa y lúgubre, así como la mecánica de la trama, construida en torno a diversos asesinatos perpetrados por un psicópata que va dejando pistas, el filme nos remite de inmediato a Seven (1995), el clásico de David Fincher cuya sombra planea de manera evidente. En este caso, el villano, Acertijo (Paul Dano), no actúa tanto como némesis si no como espejo deformante. Podría aplicarse el viejo principio de los romanos: cum grano salis, siempre se ve en el adversario las propias faltas inconfesadas. Frente a frente, a dos niños huérfanos víctimas de injusticias tremendas. Por una parte, el niño pobre que creció a palos y se venga de una sociedad hipócrita a la que quiere desenmascarar. Por la otra, el niño rico que se disfraza de “rata alada” por las noches y quiere reparar con sus acciones el crimen que destrozó su infancia. La ambigüedad moral nunca ha estado más clara entre héroe y villano, pero la película sí tiene moraleja: el odio y la rabia, aunque puedan parecer justificados, solo perpetúan el ciclo de violencia hasta el infinito.
Es posible que si Acertijo/Bruce Wayne hubieran leído a Alice Miller, la gran psicóloga suiza, pionera a la hora de poner en valor las experiencias de la infancia como conformadoras de la personalidad, no andarían dándose de tortas por el mundo. Su contribución no fue pequeña y si hoy los niños no crecen con el “ordeno y mando” de los tiempos antiguos, en gran parte se debe a ella. Vemos a un Batman más romántico y atormentado que nunca, a un tipo que vive encerrado en esa cueva como una metáfora de los propios demonios personales que no es capaz de superar, sobrepasado por sus ataques de ira y con instintos homicidas. Las psicosis del bueno y el malo son casi intercambiables, se coaligan con la de nuestra propia sociedad iracunda por las injusticias que provoca el capitalismo a ultranza y la falta de decencia de unas élites caníbales y destructivas. Frente a un mundo en caos, el odio solo engendrará más odio, la violencia más violencia. Al final, Batman seguirá solo, y atormentándose.