La belleza del arte, en el lugar y momento apropiado, se lo lleva todo por delante. Así fue, hace cincuenta años, con El Padrino, adaptación al cine del libro de Mario Puzo. Un proyecto, colectivo y personal, desmesurado y definitivo con el que Francis Ford Coppola, medio siglo atrás, reventó la banca, ganó todas las apuestas e hizo explotar la pirotecnia acumulada en el interior de la película (el escritor, el género, Marlon Brando, Al Pacino, Diane Keaton, John Cazale y el resto de bestias pardas alrededor, las colas en los cines, los premios, la moda, la música de Nino Rota...), consiguiendo que, a partir de su película, la realidad mafiosa y delincuencial copiara la ficción. Para siempre.
Visionar El Padrino, antes y ahora, nos apabulla y fascina, nos acerca a la quimera de la obra perfecta, rendidos ante tanto talento en todos sitios, nunca desperdiciado, al servicio de una obra enorme, principio y fin, supernova y agujero negro del género gansteril subtipo de sagas familiares de espaguetis con albóndigas. Más grande que la vida. Más grande que la realidad. William Shakespeare contratado por el nuevo Hollywood para adaptar su Rey Lear. Y ahí sigue: en todas las secuelas que hemos saboreado o deglutido desde entonces en películas, series, parodias y revisitaciones varias.
'El Padrino' nos apabulla y fascina, nos acerca a la quimera de la obra perfecta, rendidos ante tanto talento
Pero la belleza de la obra total que es El Padrino, su consistencia como representación de la vida, en nuestro modo de pensarnos, no oculta que se trata de un torpedo a nuestra línea de flotación ética como individuos responsables de nuestra propia caída. El Padrino nos interpela directamente y nos pone un espejo en el que nos vemos violentos e hipócritas, desesperados por volver a casa en cuanto nos hayamos limpiado las manos de sangre. La familia como una pestilente ciénaga de pureza adánica. Y en ella, la perversión moral como campo gravitacional alrededor de los Corleone. De pronto, queremos la protección de unos sociópatas, entendemos la fascinación, a cualquier precio, de saberse dentro y no fuera, blanqueamos la corrupción, el miedo, el soborno y el asesinato como rito de paso para ser uno de los suyos, uno de los nuestros. Y no cabe escondernos.
Nos tranquiliza sabernos capaces de pagar por nuestro miedo ante el espectáculo sangriento del nihilismo, sentirnos atados a un destino cruel como el de los viejos Césares (el rey siempre acaba asesinado, los hijos desgarrados, las hijas vendidas, el dinero sucio y ensangrentado...), la nostalgia paralizadora, toda esa compota. Coppola con esta película nos destroza atándonos al rito doméstico, con la ópera que siempre acaba en tragedia, al beso de Judas y la fuerza del viejo león. Porque ya no seguiríamos a ninguna bandera en ninguna guerra. Ya no creemos en gobernantes ni en utopías, tampoco en las grandes palabras ni en las grandes ideas. Pero haríamos cualquier cosa por agradar a Vito. Por no defraudar a Michael. Por ser dignos del Dios del Antiguo Testamento, protegidos por las reglas del matón.