En un par de semanas, mi abuela Rosa cumple 98 años. Hoy en Berlín, de manera totalmente inesperada, me la encontré en una película. No se llamaba Rosa, claro, sino que respondía al nombre de Pepita —¡cómo iba a utilizar su verdadero nombre si está interpretando un papel!—. Sin embargo, ahí estaban su erudición municipal para relatar, con pelos y señales, las biografías de medio pueblo y su lengua vivaz, ese aguijón galvanizado de una sorna ligera y elegante que, inopinadamente, te clava una pullita en el amor propio para herirlo sin causar daño. También su pelo corto y sus batas ondulantes ocultadoras de redondeces que siempre es mejor guardar en la trastienda de la indumentaria. Si les he obligado a que me permitan saltarme los dictámenes de cualquier libro de estilo periodístico es porque no sé enfrentarme a Alcarràs, el conmovedor segundo largometraje de Carla Simón, sin enfrentarme, ni que sea oblicuamente, a mí mismo.
Y es que en el interior de esta tragedia tranquila palpita un mundo que siento como parcialmente mío, sensación cuya transferencia a públicos desconectados de la realidad que refleja no sé si se producirá con idéntico grado de intensidad. Para capturar la esencia de este microcosmos rural —el acento leridano, la plaga de conejos, la verbena de pueblo, las comidas familiares, las jornadas laborales inacabables— Carla Simón utiliza todas las armas que la ficción pone a su alcance. Se trata de mentir desde el respeto —uno diría, poniéndose un tanto cursi, desde el amor— para revelar la verdad (o al menos para intentar palparla). Alcarràs es una pequeña localidad de la comarca del Segrià en el que la mayoría de sus habitantes vive de la agricultura. La familia Solé es una de las muchas que se gana el pan con la recolección de melocotones. Solo que, en el siglo XXI, el campo ya no es para el hombre, así que casi mejor sembrarlo de placas fotovoltaicas que de árboles frutales que lo único que dan es trabajo porque dinero, lo que es dinero, dan más bien poco.
La cineasta catalana abre su película con una imagen sintética, fundamental. Iris y sus primos, los gemelos Pere y Pau, llenan con el combustible de la imaginación una nave espacial a la que los adultos le dan el estúpido nombre de coche abandonado —¡qué sabrán ellos!—. Sobre ese arranque planea el recuerdo de Estiu 1993 pero no es más que eso, un punto y aparte dejado caer con suavidad de pluma estilográfica, una transición hacia el primero de esos cataclismos mínimos y corrientes que jalonan esta película de gente humilde y trabajadora: una excavadora retirará el viejo cacharro del bancal en el que andaba arrumbado para colgarle el cartel de cierre permanente a aquel parque de atracciones inventado. El fin de la diversión como metáfora sencilla del adiós a un modo de vida nutrido por la agricultura tradicional. La diatriba que plantea esa apertura de hechuras inocentes irá desplegándose en esta película coral y bulliciosa que rehúye cualquier tipo de grandilocuencia y que se enfrenta a sus múltiples conflictos —los rescoldos de la guerra civil, la inmigración, la precariedad, la decadencia de determinados modelos de masculinidad— sin alzar la voz, simplemente empalmando trozos de vida en los que los problemas vienen, se van y regresan con la naturalidad con la que se suceden las estaciones (para entendernos: estamos en las antípodas de los guiones que Paul Laverty firma para Ken Loach).
Bajo su apariencia de documental familiar, Alcarràs esconde un primoroso trabajo de dirección que no se basa únicamente en la preservación (y reproducción) de la espontaneidad gestual de unos intérpretes no profesionales que conforman ese clan Solé al que no pertenecen —digamos que es un hacer de sí mismos recontextualizado— sino que se observa, sobre todo, en la pudorosa distancia que Simón establece a la hora de abordar según qué problemas. El cambio constante de punto de vista le permite enfrentarse a situaciones delicadas, que en otras manos —y bajo otros ojos— se inscribirían en las coordenadas del drama más crudo, desde una medida lejanía que solo demuestra respeto por esas criaturas tan reales y, a la vez, tan falsas: ahí está la secuencia en la que Mariona (Xènia Roset) cierra la puerta para que el abuelo no oiga a su hija y a su nuera discutir o aquella en la que los hermanos riñen a propósito del futuro que les espera de no buscar una alternativa al campo, observada desde una ventana del piso superior de la casa familiar. Las escalas cortas quedan reservadas para los momentos de ternura (esa desarmante actuación teatral de los niños) y de inocencia (Iris repitiendo el ritual que ha aprendido de uno de los temporeros subsaharianos para despedir a un conejo muerto).
Dota de equilibrio a esta película inquieta esa alquimista de la edición que es Ana Pfaff, como si en un pasado imaginario, Desigual hubiese contratado a Yves Saint Laurent para diseñar una colección en la que los jirones coloristas que estampan sus creaciones cristalizaran en conjuntos elegantes y sobrios. El trabajo de montaje fortifica un guion, escrito a cuatro manos por la propia Simón y por Arnau Vilaró, que sobrevive a sus numerosas y arriesgadas elipsis gracias a un profundo conocimiento de sus personajes y a su fe en el espectador: la secuencia final, en la que vemos reunida a la familia Solé cuando un segundo antes no lo estaba, nos obliga a atar los cabos que nos conducirán a un final duro en el que, no obstante, la directora deja en pie un último bastión de esperanza, una aldea gala de tamaño unifamiliar dispuesta a seguir dándole guerra al imperio neoliberal.
Un día, una noche: Lacuesta y la idea del trauma
Isaki Lacuesta también reserva plaza en el vagón de los futuros posibles y compartidos a Ramón (Nahuel Pérez Biscayart) y Céline (Noémie Merlant), la pareja protagonista de Un año, una noche, película que se alimenta de las vivencias reflejadas por Ramón González en Paz, amor y death metal, libro en el que da testimonio directo de los atentados que causaron 130 víctimas en la sala Bataclan el 13 de noviembre de 2015 y de los que logró salir con vida. El título del filme supone un primer indicio sobre su estructura, ideada desde el guion por Isa Campo, Fran Araújo y el propio Lacuesta. El director de Los condenados explora el trauma provocado por los tiroteos alternando dos líneas temporales que no respetan la continuidad. El presente diegético lo conforman los sucesos comprendidos entre la masacre y la reapertura de la sala de conciertos, celebrada justo un año después, solo que su organización no siempre se ajusta al orden cronológico. Durante el repaso de esos fragmentos de vida en los que la pareja trata de recomponerse, de reinstalarse en una vieja cotidianidad que ahora parece inalcanzable, las imágenes del terror regresan una y otra vez. Lacuesta, que propone un viaje hacía el reencuentro con la joie de vivre antes que estudio clínico de la violencia, refleja la matanza desde el punto de vista de Ramón y Céline —su confusión, su precipitación, su pánico— y la visión del horror queda reducida al impacto que inflige a las potenciales víctimas: esos dos instantes en los que veremos sus ojos desorbitados, anegados de espanto ante el espectáculo de la muerte. De los terroristas, ni rastro. Una decisión elegante y lógica.
Esa disposición del material dota de forma cinematográfica a la idea de trauma, ese hecho que perturba nuestro sistema emocional y salta desde el inconsciente como una fiera desatada. Ese constante regreso al abismo les impide conducirse con normalidad —Ramón dejará su trabajo, Céline deberá tomarse una excedencia forzada— y derivará en drama romántico, en ruptura sentimental provocada por las divergencias experienciales sobre un mismo hecho: ella afirma no haber visto nada de lo que sucedió y él no puede superar lo que vio.
Desde el inicio, Isaki Lacuesta ya señala la situación de bloqueo que se deriva de los diferentes modos de negociar con ese recuerdo: Ramón intenta tocar la guitarra en el sofá y, desde un plano general, el director catalán arma un reencuadre milimétrico valiéndose de la puerta de entrada al salón para acabar encerrando la pareja. Ese es el punto partida y para escapar de esa celda en la que ambos andan metidos no queda otra que ir avanzando. A modo de retablo, la película va acumulando episodios (la fiesta con los amigos que también sufrieron el atentado, la visita a la familia española, Céline en su trabajo) y abordando temas clave (las distintas maneras de afrontar el duelo, la memoria como representación o la metafísica del terrorismo, ese estar siempre preguntándose por qué aquí, por qué a nosotros) hasta su explosión final, con Lacuesta interponiendo el cristal de la puerta del baño, superficie liminar que impide todo contacto, para filmar la desintegración de la pareja, seguida de la catarsis de Céline, despintada de profundidad de campo, Noémie Merlant como una cicatriz blanca, el fantasma de una herida, ojos y boca que estallan en llanto y palabras intentando drenar un dolor que no desaparece. Un derroche interpretativo que culmina una película por momentos un tanto fría —quizá porque los protagonistas son dos espectros, solo hace falta ver ese paseo inicial, los dos envueltos en mantas térmicas como fantasmas dorados— y en la que algunos pasajes, algunas conversaciones, parecen duplicarse como si fuese necesario reforzar determinadas cuestiones (la excesiva atención que Ramón demanda, el discurso sobre la pertenencia).
Cinco lobitos: madre paralela
La tercera película española presente en la Berlinale, y la primera en entrar en liza dentro de la siempre estimulante sección Panorama, fue Cinco lobitos, primer largometraje de Alauda Ruiz de Azúa en la que una madre primeriza interpretada con enternecedora fragilidad por Laia Costa brega contra las consecuencias del llamado estado de buena esperanza que más bien parece la validación de un decreto de estado de alarma. La maternidad en crudo, esa para la cual ni siquiera sirve el mejor asesor de riesgos laborales, la que viene sin contraindicaciones pero con una revolución hormonal debajo del brazo y con parejas que exhiben como coartada para la huida la necesidad de procurar el sustento familiar porque de algo que vivir y del aire, mi amor, no se alimenta uno. La vida moderna no está hecha para ser padres, mucho menos madres, así que a Amaia (Laia Costa) le toca tirar de progenitores para procurarse una existencia más soportable. Solo que los abuelos —Begoña, una portentosa Susi Sánchez seca como un papel de lija dejado al sol, y Koldo, un Ramón Barea que clava su papel de paralítico doméstico— más que una ayuda suponen una carga extra (se llevan tan bien como Rusia y Ucrania) que incrementa su peso cuando Begoña sufre un desfallecimiento y redobla el trabajo asistencial de su ya sobrepasada hija. De hecho, esa condición de madre paralela, consecuencia de la suma de conflictos, desemboca en un final en el que los acontecimientos se precipitan al unísono en una coincidencia un tanto forzada.
Ruiz de Azúa nos empuja hacía esa realidad que una campaña de marketing a la que han contribuido estados y religiones, compañías farmacéuticas y hasta la industria juguetera, se ha esforzado por mantener en el desván donde se guardan las cosas innombrables. Y es que la maternidad, y más en la sociedad actual, puede ser muy puñetera. Por eso la directora apuesta por esas tomas largas que nos obligan a compartir la desesperación de Amaia, a enervarnos con el llanto inconsolable de la niña. Por eso se encabalgan sonidos procedentes de secuencias preñadas de tensión con otras que reflejan una calma aparente (aquí no hay respiro). Y por eso se trabaja a conciencia el reencuadre, para mostrar hasta que punto el hogar deviene cárcel y el puerperio una condena. Absténgase aquel que deduzca de estas líneas que Cinco lobitos abjura de las recompensas de la descendencia, si acaso se dedica a equilibrar la balanza, aunque, casi con toda seguridad, si mi abuela Rosa se encontrase con Amaia le diría lo que su madre (la de Amaia, no la de mi abuela) piensa y no termina de decir: que es un poco floja. En favor de mi abuela diré que ya se le olvidó que el tiempo pasa. Y pasa rápido.