En su seminal ensayo 24/7: El capitalismo al asalto del sueño (Ariel), Jonathan Crary nos prevenía de lo que ya venía en el título: nuestros sueños, último bastión de libertad, estaban a punto de ser colonizados por la maquinaria de un sistema empeñado en capitalizarlo todo. Más de una década antes, y de manera mucho más masiva, las Wachowski, entonces todavía conocidas como Larry y Andy Wachowski, ya habían imaginado un futuro similar, revelándonos una Humanidad reducida a estado vegetativo, pero conectada mentalmente a un mundo virtual con aspecto de sociedad de consumo, cuando en realidad sus habitantes no eran más que cuerpos reducidos a pilas, meros generadores de energía, para aguantar todo el tinglado con su calor humano.
Si aquellas ciudades con edificios acristalados se parecían mucho a los felices 90, con el mundo a punto de cruzar el umbral de la era digital, es obvio que cada vez estamos más cerca de su correspondiente visión apocalíptica: no somos más que somnolientos suministradores de datos, conectados 24/7 a un mundo virtual que amenaza con sustituir a la realidad. La profecía se ha cumplido, o eso parece.
En 1999, Matrix no podía resultar más pertinente, y a la postre visionaria. La cuestión ahora, 18 años después de aquellas dos discutidas secuelas que supuestamente cerraron la trilogía —Matrix Reloaded y Matrix Revolutions, ambas estrenadas en 2003– (sin contar cómics, videojuegos y otros productos culturales), es qué puede ofrecer a nuestra sociedad digitalizada una saga cuyo verde fulgor parecía extinto para siempre: ¿Será capaz de despertarnos? Lilly Wachowski está de retiro espiritual, preparando una serie por su cuenta, o algo por el estilo (quizás haya perdido la fe), y Lana Wachowski ha afrontado, por primera vez, el reto sola como directora, aunque secundada al guion Aleksander Hemon y el escritor David Mitchell, de quien las Wachowski ya adaptaron la novela El atlas de las nubes, en 2012.
Hemon y Mitchell ya se subieron al carro con la serie Sense 8, y la verdad es que el trío ha superado todas las expectativas con un impagable recital de guiños autorreferenciales, que arranca cuando nos reencontramos con un Keanu Reeves muy perdido, con un look mesiánico a lo Jesucristo que rima con el título (ya lo recordábamos con la sotana de un conspirador del Vaticano), y sobre todo convertido en un célebre, pero melancólico, programador, que se apresta a presentar la cuarta entrega de una serie de videojuegos llamada Matrix, presionado por la mismísima Warner (sic). Lo que decíamos: toda esta parte es una auténtica delicia.
Vuelta al original
A lo largo de, más o menos, la primera hora de metraje los autoguiños llueven como letras verdes sobre un fondo de pantalla negro. De hecho, The Matrix Resurrections empieza como la primera entrega, con Trinity (Carrie Ann Moss), a punto de No ser detenida, pero la escena se reproduce en clave meta-cinematográfica. Las alusiones a la trilogía original, y en particular al filme fundacional, se multiplican a menudo recurriendo a viejos fotogramas, provocando el deliberado déjà vu de un mismo gato negro pasando dos veces por la misma puerta. Y esa larga y fructífera primera parte culmina con la gloriosa escena de una reunión de creativos, siempre a vueltas con el videojuego Matrix 4, oportunamente acompasada por el White Rabbit, de Jefferson Airplane, que sin duda es el mejor momento musical (por lo descomunal del clásico y su carga de sentido) de una saga más bien inclinada hacia la estética “tecno-crusti-rave”, que es lo que siempre acaba aguando la fiesta, como vuelve a suceder en The Matrix Resurrections.
Si The Matrix, como sus secuelas, partía de un irresistible cóctel de oda a las armas automáticas, kung-fú acrobático pre-Tigre y Dragón y narrativa Dragon Ball en un entorno urbano high-tech, el futuro precario al que estábamos destinados, donde los atuendos neogóticos de los protagonistas se convertían en jerséis roñosos de la Humana, siempre acababa siendo un bajón, no sólo para la moral, sino también para los ojos. Al menos para los de este cronista, que no empatizó nunca con las penalidades de los habitantes de Zion.
Aunque Zion, la ciudad subterránea de los rebeldes del futuro, ya no existe como tal en The Matrix Resurrections, y se llama de otra manera, el decorado vuelve a ser muy similar y sus habitantes siguen pareciendo desaliñados “ravers” recién bajados de la montaña. Algunos particular y artificialmente envejecidos, como es el caso de Jada Pinkett Smith, la jefa del lugar. Las novedades más atractivas están del otro lado del espejo, con el psiquiatra encarnado por Neil Patrick Harris, que receta pastillas azules al hundido Keanu, y con un groovie Yahya Abdul-Mateen II, que da vida al nuevo Morpheus (Laurence Fishburne no repite), amén de una Jessica Henwick (Juego de Tronos) cuyo aspecto entre andrógino y medio oriental parece idóneo tanto para encarnar el discurso transgénero de las Wachowski como para caer de pie en el mercado chino.
El universo noir creado por Geoff Darrow —ilustrador del cómic Hardboiled de Frank Miller, y diseñador conceptual de la saga— conserva todo su atractivo, pero cuando abandonamos ese laberinto urbano con más atajos que una tienda IKEA para precipitarnos en las catacumbas del futuro, se roza el tostón, y uno casi se arrepiente de haber escogido la pastilla roja.