En Un lugar tranquilo, primera y segunda parte, John Krasinski inventa un escenario distópico en el que unos alienígenas han conquistado la tierra y los seres humanos pagan con la muerte saltarse la ley del silencio en una tierra inhóspita y plagada de peligros. En Spencer, Pablo Larraín (Santiago de Chile, 1976) retrata las últimas Navidades que Diana pasó como esposa del príncipe Carlos de Inglaterra en Sandringham, en Norfolk, en un palacio de retiro de la familia real. Del apocalipsis de esos blockbusters a la quietud palaciega de Larraín hay un trecho largo, pero ambos lugares acaban siendo muy parecidos e igualmente asfixiantes. Larraín nos muestra de manera constante un cartel ubicado en las cocinas del palacio: “No hagáis comentarios. Pueden oírlo todo”. Si la familia de Krasinski vive aterrada con no generar ningún sonido para no ser devorados por unos monstruosos, el palacio real es un lugar en el que reina el secretismo, la falsedad absoluta, la hipocresía en su grado sumo y donde todos se dedican a vivir en una comedia porque nadie se dice nunca la verdad. Vemos a una Diana desquiciada y aterrorizada por esa falta de intimidad, una mujer asediada por los fotógrafos pero también por sus propios familiares, que controlan cada paso que da y “pueden oírlo todo”. Sin duda, la ausencia de intimidad es uno de los más castigos más crueles que se le pueda infligir a nadie.
La trágica muerte de la princesa en 1997 conmocionó al mundo no solo por su juventud, apenas tenía 36 años, o las circunstancias, perseguida por esos paparazzi que le habían hecho la vida imposible, sobre todo porque el mundo adoraba a una mujer que al mismo tiempo se había mostrado como una rebelde, al desafiar a los mismísimos Windsor, y como una persona frágil que no quiso ocultar su debacle emocional. Existe, por una parte, la Diana quebradiza y emotiva y, por la otra, la fuerte y auténtica que no acepta un matrimonio marcado por la infidelidad de Carlos con su actual mujer, Camila Parker Bowles. Se habla mucho en estos tiempos sobre romper con el estigma de la enfermedad mental y Diana confesó su bulimia, sus pesares y su depresión cuando descubrió, según su célebre expresión, que aquello era un “matrimonio de tres”. “Ella sobresale en una institución donde lo obligatorio es esconder las emociones”, ha dicho Kristen Stewart, que deslumbra dando vida a Diana. “Todo el mundo pudo ver que estaba aislada en aquella familia, eso le dio a la princesa una enorme humanidad que hizo que mucha gente quisiera acercarse a ella”. Larraín añade: “La gente sintió empatía porque vivía en unas circunstancias privilegiadas y se comportaba como una persona normal, sus alegrías eran las de la mayoría de la gente y sus tristezas también”.
A pesar de su origen noble, como repite varias veces en el filme, a que creció a pocos metros de la residencia real y de niña compartió juegos con los príncipes, Diana parece reeditar la vieja dicotomía de clases, frente a las mentiras y disimulos de una clase alta ostentosa en lo exterior pero pobre por dentro, con el arrojo de una mujer que llama a las cosas por su nombre y se niega a participar en la función teatral. Como el niño de la fábula de Christian Andersen El traje nuevo del emperador, el enfermero africano de Intocable (Nakache, Toledano, 2011) o ese Charlot que se cuela en las fiestas de los ricos y siempre acaba liándola, Diana se comporta de manera “inadecuada” para la alta ocasión que le toca vivir pero empatizamos con ella por su humanidad y por su autenticidad.
“Tiene que haber dos Dianas, la real y la persona que fotografían”, le dice Carlos en la única escena en la que Larraín confronta al matrimonio en ruinas. O sea, que si le molesta que su marido le haya comprado a su amante el mismo collar de diamantes que a ella, no le queda más remedio que aguantarse “por el bien del país”. En otro momento, el jefe de la seguridad de la familia real le explica una hazaña de guerra en Belfast y le da un sermón sobre el significado de los Windsor: “En esos momentos en los que puedes perder la vida no piensas en los seres humanos reales con sus debilidades y defectos sino en lo que significa la Corona”. “No quiero que mates a nadie por mí”, le contesta Diana lacónica, en su extraña condición de “princesa republicana”. Sin duda, no solo nos identificamos con el personaje por su humanidad, también proyectamos nuestras fantasías en ella: hermosa, sofisticada, viviendo en un mundo de lujos interminable. Diana no solo es como nosotros, también es una versión mejorada. Y en parte también nos sirve de consuelo sobre nuestras propias vidas porque “los ricos también lloran”.
“A la gente le gustan los cuentos de hadas”, decía Jackeline Kennedy (Natalie Portman) en Jackie (2016), biopic del propio Larraín sobre otro icono del dolor y el glamur del siglo XX como la primera dama estadounidense. Son películas parecidas en la forma, el cineasta explica ambas historias desde la percepción subjetiva de sus respectivas heroínas para que nos “metamos” en sus cabezas y el fastuoso vestuario juega un papel simbólico importante, pero son mujeres muy distintas. Jackie soportó con estoicismo los cuernos de su marido y a su muerte luchó de manera feroz para preservar su legado, cosa que solo podía conseguir sin romper el hechizo de “familia ideal” en la que se aunaba el glamur con el compromiso político. La viuda del presidente es consciente de la distancia entre lo que es y lo que representa, Diana sin embargo se niega a establecer una distancia entre una cosa y la otra, quiere ser ella misma tal cual.
Al principio de filme, el director nos avisa de que se trata de una “fábula”. Experto en biopics, también hemos visto del director Neruda (2016), Larraín opina que “es imposible captar de una manera completa a una persona por muy buena que sea la película. Lo que trato de hacer es encontrar algún tipo de espacio que se parezca a una ilusión específica de quién esta persona pudo haber sido. Diana es parte de un mito universal. Es muy parecido a trabajar con Shakespeare, puedes adaptar cualquiera de sus obras y montar tu propia versión. Esta es nuestra versión de una narrativa universal”.
En el filme, la princesa ve de manera constante el fantasma de Ana Bolena, decapitada en 1536 a los 35 años por su propio marido el rey Enrique VIII acusado de “adulterio, incesto y traición”. Sin duda, otro personaje histórico con el que puede compararse, y merecería una película tan buena como ésta la española Juana “la loca”, otra reina que se negó a aceptar las infidelidades de su marido por “el bien de la patria”. La Diana de Stewart/Larraín muchas veces recuerda a la Mia Farrow de La semilla del diablo (1968), esa chica pura e inocente que acaba en las garras de una secta satánica que quiere arrancarle a sus hijos. La maternidad acaba siendo la redención de esta mujer contradictoria y fascinante cuya tragedia marca de manera inequívoca el siglo XX. Queda la duda sobre si su martirio contribuyó a socavar a la monarquía inglesa o de manera paradójica la ha acabado reforzando.