Hace unos años, la industria de Hollywood apostó fuerte por Black Panther (Ryan Coogler, 2018), primera película de superhéroes protagonizada por negros. La jugada salió redonda y recaudó más de mil millones de euros en todo el mundo, convirtiéndose en la más taquillera del año a nivel planetario. Hace tiempo que Hollywood se esfuerza porque los héroes de sus películas no sean hombres blancos con los ojos azules como antaño. En Pokémon: Detective Picachu (Rob Letterman, 2019) el joven protagonista es un afroamericano (Justice Smith); la saga Wonder Woman de Patty Jenkins crea una verdadera superheroína inspirada en las antiguas amazonas y, hace un par de años, una película asiática como Parásitos (Bong Joon-ho) se alzaba con el Oscar. El cambio es evidente y más acorde con la realidad en un país como Estados Unidos en el que, como informaba recientemente el Congreso, la población blanca disminuye en una sociedad cada vez más multiétnica y diversa.
Dice el director Dustin Daniel Cretton (Haai, 1978) que la intención es romper todos los estereotipos. El cineasta alcanzó el éxito con Las vidas de Grace (2013), un drama social ambientado en un centro de menores desamparados, y volvió a demostrar su buen pulso en Cuestión de justicia (2019), donde abordaba las tensiones raciales entre blancos y negros en el Sur de Estados Unidos. Con Shang-Chi y la leyenda de los Diez Anillos, se adentra en el terreno del blockbuster puro y duro con una película que pretende dignificar y también “personalizar” al inmigrante asiático en Estados Unidos, víctima de todo tipo de estereotipos. En una escena, el protagonista, el mismo Shaun-Shang-Chi (Simu Liu), se queja amargamente de que en el colegio le llamaban Gangnam Style cuando ni siquiera es coreano.
Shang-Chi no es coreano sino chino y al principio de la película es un chaval que trabaja a cambio de propinas aparcando coches en un hotel. Su mejor amiga es Katy (Awkafina), una chica asilvestrada e impetuosa según es la norma de la representación femenina en el Hollywood contemporáneo. El protagonista vive ocultando su verdadera identidad ya que es hijo de un magnate radicado en Asia que ha conquistado el mundo con fines perversos utilizando sus “diez anillos”, un arma superpoderosa que recuerda un poco al imaginario de Bola de dragón. El padre en cuestión es Xu Wenwu (Tony Chiu-Wai Leung), un tipo con aspecto elegante que es más malo que el betún pero tiene un punto débil: su ex esposa fallecida, una mujer que logró enderezarlo por el buen camino. Al morir asesinada por sus antiguos enemigos, el “lado oscuro” regresa y el hijo, héroe de esta historia, se rebela contra él.
El espectáculo visual es fascinante. En Shang-Chi y el señor de los diez anillos no falta de nada: ninjas, artes marciales, mundos mágicos inspirados en las leyendas orientales sobre la naturaleza, fantasmas, animales mitológicos muy monos que parecen una mezcla entre gallina y gato, un actor anciano que recita a Shakespeare y todas las explosiones que una pueda desear. Hasta la fecha, el director que mejor partido estético había sacado al imaginario oriental es Quentin Tarantino en su saga Kill Bill, Dustin Cretton no alcanza unas cotas tan sublimes pero la película proporciona un gozoso espectáculo, medio high tech, medio folklórico, que hace que uno la vea casi siempre deslumbrado. La historia tiene la virtud de no ser confusa y abordar desde una perspectiva mucho más anglosajona que latina la cuestión de la filiación. La moraleja del asunto es aquello que dijo Freud sobre la necesidad de “matar al padre” para alcanzar una verdadera identidad.