Que Fernando Fernán Gómez fue un creador polifacético es algo sabido; que transitaba cómodamente entre géneros literarios también. Lo que quizá es menos conocido es su gusto por el dibujo, dibujar le entretenía, le hacía disfrutar. Él decía que dibujaba mal. Mal o bien, su archivo personal nos permite acercarnos a esta faceta del que fue actor, director, escritor, productor y, a veces, escenógrafo de sus propios proyectos.
El ejemplo más notorio del polifacetismo fernandino es, probablemente, El viaje a ninguna parte: radionovela primero, novela a continuación, guion y película después. Lejos de ser una excepción, se diría que esta forma de trabajo es casi una norma, un modus operandi –deliberado o no– del que Fernando tiraba para mantener vivos sus proyectos en un trasvase de géneros permanente. Esta breve nota quiere dar a conocer uno de estos casos, La Puerta del Sol, como muestra de su gusto o tendencia a la transformación de una obra en objetos derivados.
Fernando publica La Puerta del Sol en Espasa Calpe en 1995. La novela ve varias reediciones en vida del autor y, con el tiempo, acaba por dejar de circular. El primer capítulo comienza con una breve descripción de los objetos en el espacio, en un registro que recuerda a la escritura cinematográfica: “Una mesa camilla, dos sillas, una mesa auxiliar y un estante componían todo el mobiliario del espacio destinado a la portería en el número 9 de la calle del Vergel”. A partir de esta localización habitada por Mariana y Ramón, la novela se abre a la ciudad de Madrid y a los vaivenes políticos de principios del siglo XX. Mariana es la portera, lo que nos permite acceder a la dialéctica entre los de arriba y los de abajo, y Ramón es un traspunte de teatro, lo que nos da acceso al mundo de la fantasía, los teatros y los cómicos, un universo bien conocido por Fernando y a menudo retratado en sus novelas, artículos y ensayos. Rara es la vez que no entra el mundo de los cómicos en las historias fernandinas. Decía él que admiraba muchísimo a los escritores que se adentraban en materias ignotas, como John le Carré, pues él no era capaz de escribir más que de lo que tenía alrededor.
Con su dialéctica entre los de arriba y los de abajo, la obra abre la opción de una sociedad más justa
Posteriormente a ese año 95 en que aparece la novela, en un momento que no sé determinar, Fernando adapta la novela al cine, la convierte en guion cinematográfico y anota en los márgenes y en las carillas en blanco una serie de cambios que tienen que ver a veces con el contenido de los diálogos, a veces con detalles técnicos que se ejecutarían directamente en rodaje. Si la idea de llevarla al cine surgió de él o fue un encargo tampoco puedo determinarlo; bien podría ser una petición, pues a estas alturas de su andadura era habitual que le solicitaran trabajos a partir de sus propios trabajos. Como sea que fuera, lo cierto es que, además del guion, Fernando dibujó una serie storyboards y diseminó notas de dirección y montaje en varios cuadernos: tipos de planos, encuadres y movimientos de cámara, decisiones narrativas como flashbacks y colocación de intertítulos… El material conservado induce a pensar que la película estuvo a punto de rodarse y, por si las pruebas fueran pocas, junto a los diversos materiales de su autoría nos topamos con unos magníficos dibujos de decorados, en tamaño DIN-A1, realizados por Julio Esteban, con quien Fernando trabajó en varias ocasiones. Estos decorados sumados a lo histórico de la trama, sugieren que se trataba de una producción de cierto nivel económico. Quizá fue eso, el vil metal como casi siempre, lo que impidió que llegara a rodarse.
No obstante, es muy posible que Fernando adelantara trabajo antes de concretarse la empresa, como en el caso de Los invasores del palacio, otra evidencia, otro proyecto que tampoco llegó a la pantalla y del que se conservan los storyboards: historia basada en su texto teatral homónimo, el germen lo encontramos en su novela de 1993, El ascensor de los borrachos. Fernando creaba y creaba. Me pregunto de dónde sacaba el tiempo si no paraba de rodar y de reunirse con amistades. “Estoy muy capacitado para no hacer nada”, dijo en alguna ocasión. Si alguien se adentrara, como me adentro yo, en los restos vitales y laborales que ha tenido a bien dejar en el interior de su casa, quizá se atrevería a poner en duda sus palabras.
De lo que no me cabe duda es del ideario fernandino en cuanto a forma de estar en el mundo, y por forma de estar entiendo también forma de trabajar. Ingenioso, contradictorio y lúdico a la hora de enfrentar entrevistas (que él llamaba interrogatorios), hay constantes de su personalidad y de su obra que podrían condensarse en una intervención que cito aquí de memoria: “Hasta ahora, en lo que a mi trabajo se refiere, me tengo por una persona honesta. Por honesta me refiero a aquella que sigue sus propios instintos, que no se traiciona”. Y no se traicionó Fernando porque fue siempre consciente de las limitaciones que nos dominan en el ejercicio de la libertad. Esa libertad ejercida al menos en una pequeña parcela, la de lo íntimo, está también en La Puerta del Sol que a través de sus protagonistas se abre a la posibilidad, no exenta de dificultades y contradicciones, de construir una sociedad más justa, solidaria e igualitaria por medio del ideario anarquista. Un ideario antiautoritario que en los albores del siglo XX movilizó en este territorio a una gran cantidad de personas. Movilizó sus cuerpos y sus deseos. “Hay que recordar. Hay que recordar”, insiste Fernando en El viaje a ninguna parte. Recordar, proyectar, estar. Pasado, futuro y presente vistos y vividos en un mismo plano; un continuum que nos interpela constantemente como en la cita de Azorín que Fernando elige para preceder a La Puerta del Sol: “No hay más que un plano del tiempo, y en ese plano –presente siempre– está todo. Junto a nosotros presentimos como presentes el pasado y el futuro”. En ese presente, ahora, dieciséis años después de la publicación de la novela y gracias a la intrépida editorial Atrapasueños (gracias también al tirón que pueden generar las efemérides), esta novela de tema libertario circulará de nuevo por las librerías.
El caso de La Puerta del Sol nos ofrece hoy a los vivos no sólo el placer de observar y conocer los materiales conservados, sino la oportunidad de pensar –y actuar – sobre nuestras propias condiciones de existencia, aunque –o precisamente por eso– sin olvidar, como apunta Fernando en el epílogo de la novela, que “en el poder, una vez derrotadas las sucesivas revoluciones utópicas, siguen los de siempre”.