Con hechuras y ambiciones clasicistas, un fuerte poso literario y de duración extenuantemente larga (le deben sobrar al menos 40 minutos), lo que redunda en la inutilidad de muchas secuencias, La historia de mi mujer, Ildiko Enyedi, es para este cronista el paradigma de una producción de prestigio que naufraga en la épica de la intimidad que trata de poner en marcha. Partiendo de una interesante premisa, basada en la novela del escritor húngaro Milan Füst (publicada en 1942), cuenta desde el punto de vista del capitán naval Jacob Störr (Gijs Naber), en los años treinta del siglo XX, el misterio indescifrable que rodea la vida de su mujer (Léa Seydoux, presente en al menos cuatro películas del festival, tres de ellas a concurso) y, en consecuencia, su incapacidad para lidiar con el deseo y las relaciones amorosas, que podrían llevarle a la ruina moral y económica.
Ciertamente esquiva en su inspección psicológica -mediado el film hay una secuencia muy freudiana con un doctor que ahonda en la inutilidad por comprender la razón de nuestros actos-, siempre transitando por los alrededores de las zonas de sombra del relato, dejando muchas respuestas en la imaginación del espectador, esta crónica melodramática de ecos de Stefan Zweig, Joseph Conrad y Max Ophüls -pero sin llegar a la media altura de ninguno de estos gigantes de la literatura y el cine- es siempre una promesa incumplida, que no termina de encontrar el grado de seducción y misterio espectral que necesita un relato tan complejo en el territorio de los sentimientos, de diversas corrientes invisibles y sumergidas que acaso solo la imagen, nunca el texto, pueden insinuar.
El espectador se encuentra durante todo el film en una situación de indefensión y de desconcierto sensiblemente cercana a la que pueda sentir el protagonista, alguien muy seguro de sí mismo en su trabajo en alta mar pero incapaz de lidiar con las relaciones sociales y los asuntos del corazón en tierra firme. Esto es sin duda un acierto del film, y a eso nos aferramos a lo largo de sus 170 minutos, pero llegados a determinado punto revela sus debilidades para convocar la emoción adecuada. La ambientación, las interpretaciones, el telón de fondo histórico, la suntuosa celebración del cine de época clásico que reside en sus imágenes son motivos de peso para disfrutar del film, pero es una lástima que, manejando todos los ingredientes para construir una película memorable -en la línea que va de Las dos inglesas y el amor de Truffaut a La edad de la inocencia de Scorsese-, al final se queda en apenas un esbozo, una estela fantasmagórica de lo que pudo haber sido.
Les Olympiades, las formas de relacionarse de los 'millenials'
En su recorrido por los distintos géneros cinematográficos, sumándose a la tradición de cineastas de raza, el director galo Jacques Audiard salta del western de Los hermanos Sisters al melodrama de Les Olympiades con interesantes resultados. Basado en tres relatos gráficos de Adrian Tomine y con la colaboración de Céline Sciamma en el guion, el título hace referencia al distrito universitario de París en el que transcurre toda la acción de la película, siguiendo los pálpitos sexuales y las turbulencias sentimentales de tres jóvenes de distintas razas -un chico negro, una joven oriental y una treintañera caucásica-, cuyos destinos acabarán por cruzarse, tratando de abrirse paso en la vida y en el amor, pero sobre todo de encontrar su lugar en el mundo.
El espectador también trata de encontrar la empatía con las ambivalentes formas de relacionarse de la generación millenial, que responden a un egocentrismo y a un extravío identitario que no cesa de mutar. El retrato individual, que se aleja por completo de las incursiones psicológicas, proyecta a su vez un retrato colectivo del París moderno, en constante transformación (la importancia del sector inmobiliario cobra protagonismo en la película) y donde la subsistencia, compartiendo piso y alternando estudios y trabajos inestables, conforma el día a día de una existencia de horizontes inmediatos. Audiard filma a sus personajes con moderada distancia, frialdad y cierta incomprensión, derivando hacia la comedia sentimental, buscando en el microcosmos de Les Olympiades el modo de establecer la noción transétnica, transnacional y transocial de la sociedad moderna, con sus identidades inasibles y fluctuantes. El fragmento de historia entre dos chicas que se conocen a través de una webcam -una estudiante y una trabajadora sexual cibernética- y desarrollan una relación muy especial es acaso el más insólito y el más interesante de todos los encuentros y desencuentros que pone en escena. No es la mejor película de Audiard, pero sí puede que sea la más terapéutica y curiosa en su intento por afianzarse como cronista de la contemporaneidad.
Diario de Otsoga, un rodaje hacia atrás en el tiempo
En la Quincena de Realizadores ha presentado el portugués Miguel Gomes (Las mil y una noches) su nuevo trabajo, codirigido por Maureen Fazendeiro. Se trata, como indica su título, de un diario de rodaje con la peculiaridad que avanza a la inversa, es decir, hacia atrás en el tiempo, desde el día 22 hasta el 1 de julio de 2020, periodo que coincidió con el confinamiento en una casa de veraneo de un equipo de rodaje tras cumplir los protocolos sanitarios impuestos por la Portugal Film Commission. Todo el proyecto en apariencia surge de improviso y se filma sin guion ni apenas estructura, intercambiando metraje documental y puesta en escena ficticia, tratando de capturar ‘tranches de vie’ y el sentido de incertidumbre, no exento de humor y amor, en el mundo pandémico. En este sentido, el film recuerda a sus métodos de trabajo para Aquel querido mes de agosto, no solo por el carácter estival de la cinta, sino por el carácter metalingüístico que desarrolla, proponiendo un constante juego de espejos entre lo que queda delante de la cámara y lo que se esconde detrás.