En la televisión iraní existe un programa en el que se mezclan la justicia, la divina y la terrenal, con el entretenimiento televisivo más carroñero. El formato resulta como mínimo chocante para la mente occidental. La ley iraní permite que los condenados a muerte por asesinato puedan salvar la vida si son perdonados por el deudo más directo de la víctima, quien puede ejercer su derecho al “ojo por ojo”. Queda claro que una justicia basada en la venganza tiene mucho más de horror que de justicia y aunque el sistema legal iraní, país teocrático gobernado por clérigos, es una barbarie tampoco lo es tanto como para no fomentar ese perdón. Como dice un fiscal a la dubitativa víctima, “el ojo por ojo sale caro”. Para rizar el rizo, este ritual medieval de justicia se realiza en directo en un programa al estilo Sálvame en el que el agresor pide perdón de rodillas mientras el agraviado tiene el derecho a decidir por su vida.
Hace bien el cine de calidad al abordar las costuras de los espectáculos de masas. Despreciar la importancia y la influencia de los programas de cotilleos o los reality shows significa también no estar atento a uno de los fenómenos que marcan de manera más clara lo contemporáneo. El cine americano clásico abordó en no pocas ocasiones los peligros del amarillismo en la gran época de los periódicos en películas como las míticas versiones de la obra teatral de Ben Hecht y Charles McArthur: Luna nueva (Howard Haks, 1940) y Primera plana (Billy Wilder, 1974) o en El gran carnaval (Billy Wilder, 1951), en la que Kirk Douglas interpretaba a un reportero desquiciado por obtener una gran exclusiva.
El propio formato del programa de la película resulta adictivo. En este caso, los “concursantes” no se juegan una cita con el candidato que les hace tilín o un apartamento en la costa, ni siquiera su propia dignidad como sucede muchas veces en esos programas de telebasura, sino su propia vida. Vemos una edición especial del programa desarrollado durante la noche de Yalda, celebración del solsticio de invierno en la noche más larga del año, en el que se dirime la causa de una joven, Maryam (Sadaf Asgari), viuda de un hombre rico mucho mayor con el que estaba casada “temporalmente” y al que mató ella misma. Según su versión, fue un homicidio accidental cuando el tipo la obliga a abortar al enterarse de que está embarazada. La posibilidad del perdón recae en la hija del difunto, Mona (Behnaz Jafari), una mujer mayor que la propia viuda que se debate entre su furia y sus mejores instintos, a sumar los beneficios económicos que puede reportarle su piedad gracias al generoso patrocinador del programa.
Conocemos la sinrazón del sistema legal iraní, basado en el propio Corán, especialmente cruel con las mujeres, que viven hasta su muerte en una perpetua minoría edad. Lo hemos visto en filmes como el documental Divorce Iranian Style (Kim Longinotto, Ziba Mir-Hosseini, 1998), título obviamente irónico en el que vemos el horror de un sistema que permite los malos tratos y donde chicas muy jóvenes son obligadas por sus familias a casarse con ancianos. La peculiaridad quizá más brutal de este sistema machista a ultranza es la que refleja la célebre Nadir y Simin, una separación (Asghar Farhadi, 2011) que concede al hombre el privilegio de aceptar o no el divorcio. Los “matrimonios temporales”, por cierto, son exactamente eso y es una fórmula legal que utilizan los iraníes para tener aventuras románticas “sin traicionar la religión”.
No solo la débil situación de la mujer en un país gobernado exclusivamente por hombres queda clara en esta película, también las abismales diferencias sociales. La joven asesina es una chica obligada por su madre a casarse con un hombre que ella veía “como un padre” desde niña ya que su verdadero padre trabajaba para él como chófer y a su muerte les dio protección económica. En Yalda, la noche del perdón confluyen las necesidades del espectáculo televisivo de masas (“la gente quiere cosas más alegres para una noche como esta”, se queja constantemente una ejecutiva) con el drama de una pobre chica que literalmente era violada de manera legal por un hombre que podría ser su abuelo.
Segunda película de ficción del documentalista Massoud Bakhshi(Teherán, 1972), la gracia de Yalda a veces es su principal defecto y es que el director cae por momentos en el mismo sensacionalismo que quiere denunciar. Uno espera atónito el desenlace de la historia, con algún giro de guion sorprendente que conviene no desvelar, pero al poner demasiado énfasis en la intriga Bakshi acaba desaprovechando la oportunidad de rodar y montar de una manera totalmente distinta la mecánica brutal de estos espectáculos televisivos. Conocemos los montajes de los realities, el dramatismo forzado, la búsqueda de la polémica en cada detalle, los sentimientos de trazo grueso y la apelación constante a los peores instintos si bien en Occidente no alcanza niveles tan dramáticos como aquí porque en ningún reality se decide la vida de nadie. Al final, a pesar de su indudable interés sociológico y como reflejo de un país en el que la modernidad y lo atávico se dan de la mano, es una pena que Bakshi no se haya atrevido a no recurrir a ciertos trucos y reflejar de una manera totalmente distinta el verdadero drama que se esconde detrás de los dramas impostados de la telebasura.