Un 20 de marzo de 2003 comenzó la célebre y triste segunda guerra de Irak. Fue una guerra contra un tirano monstruoso como Saddam Hussein, pero basada en la falsedad de que el país tenía armas de destrucción masiva, cosa que Bush repitió de manera machacona aun a sabiendas de que no había pruebas. La vergonzosa actuación de los servicios secretos americanos, en connivencia con muchos países aliados, para fabricar evidencias donde no las había y prestar atención a fuentes no fiables ha producido abundante literatura y no pocas películas. En Secretos de Estado (Gavin Hood, 2019), veíamos la historia de una empleada de la ONU que filtró que los americanos estaban espiando a los diplomáticos para presionarles para que votaran a favor de la invasión. En la ganadora de la Palma de Oro Fahrenheit 9/11, Michael Moore explicaba cómo los atentados a las Torres Gemelas desencadenaron una ola de autoritarismo en la administración Bush.

Ahora se estrena la película alemana Guerra de mentiras, dirigida por Johannes Naber, en la que se narra la historia real de Arndt Wolf (Sebastian Bloomberg), experto en armas bioquímicas que a principios del milenio, después de pasar tres años en Irak buscando los supuestos arsenales ocultos de Saddam, sigue convencido de que hay gato encerrado contra la opinión de su amante, Leslie (Virgina Kull), espía de la CIA y mucho más escéptica. Wolf regresa a Alemania con un “trofeo”, un informante, un ingeniero iraquí, Rafid Awan (Dar Salim), que asegura conocer laboratorios secretos donde se produce ántrax y detalles de un sistema de transporte en camiones para burlar los controles internacionales. El árabe, sin embargo, acaba confesando que ha mentido y Wolf es despedido.

Hasta que llega el 11 de septiembre y todo cambia. De repente, Awan, a pesar de sus confesas mentiras, se convierte en una fuente fiable y el gobierno de Estados Unidos lo utiliza como coartada para su invasión. Para la historia queda la vergonzosa comparecencia de Colin Powell en calidad de secretario de Estado dando certeza a una confesión que el propio informante había reconocido como inventada. Al final, como es sabido, la ONU no validó la guerra pero Estados Unidos la perpetró de todos modos en un conflicto que produjo la muerte de entre 115 y 600 mil personas, en su mayoría civiles, como nos recuerda un rótulo al final del filme.

Guerra de mentiras cuenta esta historia desde los despachos de los jefes de la cancillería alemana, las habitaciones de hotel en las que el protagonista se reúne con su amante o su propia casa, en la que se consume en pijama cuando es defenestrado. La rocambolesca peripecia de Wolf es el centro de la trama, ese hombre que pasa de ser el primer convencido del arsenal oculto iraquí a víctima de su error para ser rehabilitado cuando los mismos argumentos que él ya sabe que son falsos resultan válidos. Con un tono que oscila entre lo trágico y una farsa casi inevitable en este caso, la película muestra con verismo la forma chapucera en la que actúan unos servicios secretos y unos gobiernos que preferimos imaginar de una eficacia impecable. Queda también como una muestra de la arrogancia y la prepotencia de unos Estados Unidos para los que como dice la agente de la CIA, “la verdad no importa, la escribimos nosotros”. Al final, no solo resulta que sí importaba sino que se ha acabado sabiendo con pelos y señales.

@JuanSardá